sábado, enero 13, 2007

De rosas presumidas y príncipes domesticados

Inesperadamente, después de las Navidades aún me aguardaba, en una fugaz visita a Santiago, un regalo totalmente insospechado: el libro “El principito” de Antoine de Saint-Exupéry. Como luego me iba a Pontevedra, pero (para variar) perdí el tren, me quedé más de una hora mangado en la estación. Y, aunque en un principio pudiera parecer un puteo (soy demasiado joven y tengo demasiado que hacer en la vida como para perder una hora esperando por el tren), resultó la situación perfecta: mucho en lo que pensar, una hora para hacer lo que quisiera, un libro recién regalado y, sobre todo, ganas de abordarlo cuanto antes.

Y, sinceramente, hacía mucho tiempo que ninguna lectura me conmovía tantísimo.

“El principito” es un canto a la auténtica vida, no a ese simulacro que los adultos (o mejor, las personas que han dejado de escuchar al niño que llevan dentro) recrean cada día, midiendo, contando y pesando, sin darse cuenta que “lo esencial es invisible a los ojos”.

Con un estilo sencillísimo, pero no por ello precario (ni mucho menos), Saint-Exupéry consigue hablar de lo universal, de lo primordial, explicándolo con parábolas simples pero contundentes, de una clarividencia envidiable. “El principito” explica tan bien lo que debiera ser vivir, que al terminarlo uno no puede menos que sentirse más sabio, con la mente despejada y el corazón listo para afrontarlo todo del modo más honrado.

Pero hay, además, un “algo” indefinible, sobre todo en su tramo final, que sin embargo deja un sentimiento perfectamente reconocible en el lector. Hay una tristeza, una profunda melancolía, inexplicable pero certera, que se queda agarrada al pecho. Uno de los grandes logros de “El principito” es que plantea importantes preguntas cuya respuesta deja totalmente al alcance del lector, pero sin hacerlas explícitas, como si el propio sentido común fuera suficiente para decirnos todo lo que debiera saberse sobre la vida. Sin embargo, del final del libro se desprende la sensación contraria: la respuesta inevitable es la tristeza, pero uno no puede (al menos, yo no he podido) reconocer la última pregunta.

Supongo que no es ésta la mejor reflexión que se pueda hacer de un libro tan sencillo y complejo a la vez, pero espero que sirva al menos para dejar constancia de lo mucho que me ha gustado y de que me parece absolutamente recomendable para todo el mundo. Además, se lee en un “volao” (una horita, poco más) y le deja a uno tan reconciliado con todo lo que le rodea…




Queda ahora, lanzada al aire, una inevitable última cuestión: ¿qué debe hacer un príncipe domesticado con las rosas que no se pueden domesticar? Mmmm… meditaré sobre ello…

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