domingo, junio 21, 2009

Muéstrame las alas que debo cortar

"The swarms that I speak
are the wrists I have cut
by flooding the tubs
Where the warmth held her up

The lockets believe
that the secret of love
has caught its own tail
and its just won't give up

When I breath the heavens can't hold me
and I can't believe anymore
The light brings
the highest execution
Show me the wings I must cut

In your landfill days
these are desperate graves
Give me the alter red will shine
This pendulum won’t wait
(...)"


Tan sólo unos meses después de publicar el difícilmente digerible "The Bedlam in Goliath", The Mars Volta anunció que su siguiente disco sería acústico, por lo que a muchos se nos quedó la cara a cuadros al escuchar su primer adelanto, "Cotopaxi". Parece claro que para el ultra-prolífico Omar Rodríguez-López y su compañero de fatigas Cedric Bixler-Zabala el concepto de "acústico" no está demasiado relacionado con lo que el resto de los mortales entendemos por "umplugged". Resulta, de todos modos, que a la hora de afrontar este nuevo disco, titulado "Octahedron" (y con una portada tan enigmática y surrealista como la banda nos tiene acostumbrados), estas consideraciones han pasado a un tercer o cuarto plano. Por mí como si quieren decir que se trata de un álbum conceptual de jota aragonesa underground con reminiscencias dodecafónicas. ¿Por qué? Porque "Octahedron" es un disco de la hostia. Quizás sea el más accesible en toda su discografía, y puede (sólo puede, aún me quedan muchas escuchas para ir puliendo impresiones) que no alcance las altísimas cotas de brillantez de "De-loused in the Comatorium"; pero lo que está claro es que aquí no falta ni sobra un solo segundo de música (ni de silencio). Podría haber elegido para esta entrada los versos de "Since we've been wrong" o de "With twilight as my guide", de la mencionada "Cotopaxi" o de "Halo of nembutals", pero al final me lo he jugado a piedra-papel-tijera-lagarto-spock conmigo mismo y ha salido "Desperate graves". Que, of course, es otro temazo. Larga vida a los marcianos eléctricos (aunque se pongan acústicos).

domingo, junio 14, 2009

Una menudencia...

No sé cómo escribir esta entrada sin parecer borde... Así que voy a decirlo y ya está, jejeje:

A raíz de los comentarios (magníficos y enriquecedores, como es habitual) en la entrada correspondiente a "Terminator: Salvation" me gustaría pedir a quien quiera dejar un mensaje en "El abismo" que antes de soltar un spoiler (ya sabéis: esos detalles de una historia que pueden estropeársela a quien aún no la conozca) lo avisen por adelantado. No lo digo en plan "blogger-maniático-mandonito" (bueno, o igual sí), pero es que a mí me jode mucho enterarme de los giros argumentales o finales sorpresa de una peli, un libro o un comic antes de poder disfrutarlos, y seguro que hay gente que lee blogs como éste antes de ir al cine o comprarse un tebeo para conocer la opiniones de quien ya los ha visto o leído.

Espero que a nadie le parezca mal que lo deje caer. Bueno, y si le parece mal, allá él/ella y su conciencia...

Todo esto no tiene nada que ver, por supuesto, con el hecho de me parecéis todos una gente estupenda y, como diría Don Juan Carlos, "me llena de orgullo y satisfacción" que visitéis mi blog a menudo (los que lo hacéis) y esporádicamente (los que lo hagáis).

Y ahora, advertidos estáis: ¡los comentarios en la entrada sobre "Terminator: Salvation" vienen cargaditos de spoilers!

viernes, junio 12, 2009

Carroll según Gaiman según Selick (y visto por mí)

“Los mundos de Coraline” es al mismo tiempo una trampa mortal, una venganza servida en frío y, por encima de todo lo demás, un nuevo clásico del cine de animación.


Una trampa, en primer lugar, para esos padres simplistas (y generalmente ajenos a lo que se cuece en el mundillo audiovisual) que llevarán en tropel a sus retoños a ver “otra de dibus” (sin saber, claro, que los dibujos animados, los gráficos generados por ordenador y el stop-motion se parecen tanto entre sí como un colibrí a una ballena). Que nadie se piense que esa ralea de progenitores es un fenómeno reciente, pues lleva ya sus buenos años existiendo (y metiendo la pata, claro): son los mismos padres incautos que en los 70 pusieron a sus niños delante de una pantalla de cine para ver cómo se lo montaba (literalmente) “Fritz, el gato caliente” y que en los 80 permitieron que una generación de inocentes ojos infantiles se saliese de sus órbitas con las ultraviolentas confrontaciones de bandas motorizadas en el Neo-Tokio de “Akira”.

Al respecto, un dato: de todos los niños que entraron conmigo en el cine a ver “Los mundos de Coraline” ni uno solo consiguió aguantar hasta el final de la película. En la fila de butacas situada inmediatamente detrás de la mía había una de esas madres antes descritas con dos niñas, de unos 8 y 12 años. En cuanto la película comenzó a ponerse oscura y turbadora (y creedme si os digo que se pone MUY turbadora), la menor de las niñas empezó a quejarse a su madre diciéndole que tenía miedo y que quería irse. Después de 15 minutos de cantinela, con la niña subiendo el volumen de sus lamentos y acercándose peligrosamente al “momento pucheros”, me giré y le dije a la madre: “mire, señora, si la niña lo está pasando mal quizás debería llevársela de aquí, ¿no?”. Parece mentira, claro, que un desconocido como yo se preocupe más por las futuribles pesadillas de esa niña que su propia madre.


Todo esto se podría ahorrar si estos zombificados papás y mamás se informasen en primer lugar de las filias y fobias de los artífices de “Los mundos de Coraline”: un devoto de Shakespeare aficionado a las historias oscuras que responde al nombre de Neil Gaiman y un realizador de cine en stop-motion amante de los ambientes tétricos y las realidades deformadas que atiende por Henry Selick. El currículum del primero incluye, no de forma exclusiva pero sí bastante definitoria, la celebérrima (y de culto y re-culto) serie de comics “The Sandman”, sueño húmedo de gotiquillos y demás obsesionados con la muerte y lo onírico que cautivó el corazón de (casi) todo el mundo en la década de los 90, y que tenía episodios tan terroríficos y traumáticos como aquél titulado “24 horas”, del arco argumental “Preludios y nocturnos”. En el haber del segundo nos encontramos con “Pesadilla antes de Navidad”, la cinta de animación que acabó de volver gotiquillos y de obsesionar con la muerte y lo onírico a todos aquellos que llegaron tarde (por jóvenes o por despistados o por ambas cosas) al “The Sandman” de Gaiman. Es a tenor de dicha película, por cierto, que entra en juego el “factor venganza” que mencionaba al principio de esta entrada.

Hay una gran verdad que hoy quiero compartir con vosotros, mis queridos y escasos lectores: Tim Burton NO dirigió “Pesadilla antes de Navidad”. Para muchos será un shock descubrirlo a estas alturas, lo sé, pero es lo que hay. Burton escribió el primer tratamiento argumental, sí; hizo diseños de los personajes, también; tuvo algunas de las ideas que hicieron de la película una obra maestra del cine de animación, of course; y se encargó, para mayor gloria suya, de que el título completo en inglés rezase claramente “Tim Burton’s The Nightmare before Christmas”. Todo eso es irrefutablemente cierto. Pero NO la dirigió. Lo hizo (y maravillosamente, me atrevería a añadir) Henry Selick, quien, a la sombra de Burton, acabó mudándose al vetusto hotel donde habitan los visionarios injustamente olvidados y donde aún moran los fantasmas de Nikola Tesla y Rosalyn Franklin, aguardando el día de su retribución.


“Los mundos de Coraline” representa la ocasión perfecta para que el gran público reconozca a Selick su enorme talento después de tantos años de ilícito ninguneo. Más aún teniendo en cuenta que esta cinta vuela más alto, técnica y argumentalmente, de lo que “La novia cadáver” de Tim Burton jamás logró desplegar sus alas (pese a ser un film totalmente recomendable; no vayamos ahora a deshacer una injusticia promoviendo otra).

Basada en el libro de Gaiman “Coraline” y escrita y dirigida por Selick, “Los mundos de Coraline” es una oscura y retorcida fantasía animada centrada en la niña que da nombre al título, una pre-adolescente que se muda con sus padres (una madre entregada a su trabajo y un padre calzonazos y escritor, trasunto del propio Gaiman) a un antiguo caserón restaurado que, faltaría más, esconde un antiguo misterio. En una de sus habitaciones, oculta bajo una capa de papel pintado, existe una pequeña puerta que conduce a un mundo en el que todo es como en nuestra realidad pero (aparentemente) mejor: la comida está más rica, los adultos son más divertidos y prestan más atención a los niños y las fantasías irrealizables de nuestro mundo se traducen aquí en espectaculares números circenses y apabullantes representaciones teatrales. Sólo una cosa podría hacer dudar a Coraline de la (supuesta) felicidad reinante: todos los habitantes de este universo paralelo tienen botones cosidos a la cara en el lugar donde debieran estar sus ojos. Inquietante, ¿no?


Por supuesto, resulta inevitable identificar a Coraline con una Alicia (de Carroll, por descontado) de nuestros tiempos, con su propio roedor (en esta ocasión un ratón saltarín) ejerciendo de conejo blanco, y con algún que otro elemento a mayores tomado del cuento de Hansel y Gretel. No obstante, no es en el terreno de la originalidad argumental donde “Los mundos de Coraline” parte con la pana, sino en el de los resultados. Sobre un guión estructuralmente perfecto en su clasicismo, Selick construye un sobrecogedor carrusel de luz y sonido pleno de un exuberante sentido de la maravilla que cautiva desde el primer minuto de película. Todos los personajes, escenarios y demás imaginería visual están cuidados al detalle y se hacen inolvidables desde su primera aparición (esos perros angelotes y sus contrapartidas oscuras, esas viejas actrices de atributos superlativos o, sobre todo, ese gato que huele a Gaiman desde las orejas hasta el rabo). La banda sonora a cargo de Bruno Coulais (¿acaso Danny Elfman se había ganado el derecho de pernada?) es igualmente soberbia y la fotografía y la dirección consiguen que uno se pregunte si es que aún queda algo imposible de lograr en el terreno de la animación stop-motion.


Resulta de todo esto que “Los mundos de Coraline”, con su convencional punto de partida, su convencional estructura argumental (presentación-nudo-desenlace y no hay más que hablar) y su aún más convencional mensaje de “nada como el hogar”, es no sólo una de las películas más arriesgadas que he visto últimamente (¿una peli de animación para adultos que hace de lo grotesco su principal atractivo y que no trata al espectador como si fuese retrasado mental?) sino también una de las tres o cuatro mejores visitas que he hecho al cine en lo que llevamos de 2009.

Total: que la vi ayer por la tarde y hoy al levantarme ya era un clásico. Así se escribe la historia del cine, amiguitos.

A/A Franz Liszt

"(...)
A Lisztomania
Think less but see it grow
Like a riot like a riot oh!
Not easily offended
Know how to let it go
From the mess to the masses
(...)"


[Hasta este mes (y la portada que la revista “Mondosonoro” les dedicó), servidor no sabía nada de los chicos de Phoenix, un grupo francés de pop (en inglés) que acaba de editar el álbum “Wolfgang Amadeus Phoenix”. Hay un buen montón de calificativos que podrían encajar con este disco: directo, sólido, ágil, homogéneo, breve, sofisticado, luminoso, pegadizo, ochentero, divertido, cool y con clase. Sin ser el tipo de sonido que me vuelve loco (quizás demasiado ligero y “poppy” para mi gusto, salvo el espectacular tema casi-instrumental en dos partes titulado “Love like a sunset”), reconozco que el álbum me ha agarrado con fuerza y no parece que vaya a soltarme en breve. Es, supongo, por temas como este “Lisztomanía” con cuyos versos arranca la entrada y que se merece otro calificativo por mi parte, uno que no se usa desde los tiempos de “Farmacia de guardia” y Barcelona ‘92: tope guay.]

martes, junio 09, 2009

Desmontando a Terminator (una entrada cibernético-apocalíptica en seis partes)


1. La pesadilla de Cameron y el sueño de Schwarzenegger

A principios de los 80 un tipo llamado James Cameron tuvo, durante una convalecencia febril, un sueño protagonizado por un esqueleto robótico emergiendo de un mar de llamas. Cameron era un director de cine salido de la factoría Corman que en aquel momento ultimaba los detalles de su primer largometraje, un serie B titulado “Piraña 2: los vampiros del mar”. Por suerte para los amantes del cine de terror y ciencia-ficción, de aquella pesadilla tecnófoba surgió su segunda película, la que convertiría su nombre en leyenda y le permitiría, a la postre, llevar a cabo proyectos de producción masiva como “Titanic” (ganadora de 11 Oscars, tres de los cuales fueron a parar a las manos de Cameron como director, productor y montador) o la próxima “Avatar” (de la cual podéis conocer unos cuantos detalles de la mano del recomendabilísimo blog vecino “Tengan mucho cuidado ahí fuera”). La película que originó todo esto es, por supuesto, “Terminator”.

Pese a que siempre he considerado “Conan, el bárbaro” (John Milius, 1981) la mejor cinta protagonizada por Arnold Schwarzenegger, no cabe duda de que si el ex-culturista austriaco se convirtió con el tiempo en la estrella mejor pagada del cine mundial y es hoy gobernador del estado de California es gracias a su participación en “Terminator”. Sin esta película, nada de lo que vino después habría tenido lugar.

Así, dos de las carreras más exitosas de la historia del cine reciente se lo deben prácticamente todo a un letal cyborg sin sentimientos venido del futuro para provocar el Apocalipsis.

“Terminator” hizo de Arnie mi actor favorito en mis años mozos. Supongo que decirlo a día de hoy puede resultar impopular pero, igual que a la generación de mis padres les flipaba Charlton Heston (sin saber que acabaría sus días como imagen mediática de la derecha ultraconservadora yanki), Schwarzenegger hizo en los 80 y parte de los 90 las películas que yo quería ver cuando tenía 8, 10 ó 12 años. Recordemos que este pedazo de carne protagonizó también las estupendas “Depredador” (John McTiernan, 1987), “Desafío total” (Paul Verhoeven, 1990) y “Mentiras arriesgadas” (repitiendo con Cameron por tercera y última vez en el año 1994), además de la ya citada “Conan, el bárbaro” y de las dos “Terminator” originales (no me olvido de la tercera, pero ya llegaremos a eso…)


2. “Ven conmigo si quieres vivir”

Pese a estar fechada en 1984, “Terminator” es una película que se puede ver actualmente (25 años después, nada más y nada menos) con el mismo entusiasmo que por aquel entonces. Ni siquiera la estética ochentera y los efectos especiales desfasados desmerecen una cinta tan sólida como trepidante, que no ofrece un segundo de respiro al espectador (una de las mayores virtudes de Cameron como director es su increíble sentido del ritmo) y que ha dejado para la posteridad un buen puñado de frases célebres e imágenes inolvidables.


Para los despistados, el argumento es el siguiente: desde un desolado futuro post-nuclear en el que las máquinas intentan erradicar a la raza humana de la faz de la Tierra, el super-ordenador Skynet envía a nuestro tiempo (al menos lo era en la fecha de estreno de la cinta) a un asesino cibernético de apariencia humana, el T-800 Cyberdyne Systems Modelo-101 (interpretado por el amigo Chuache), para eliminar a Sarah Connor (Linda Hamilton), futura madre de John Connor, el líder de la resistencia humana. Para impedirlo, John (al que no veremos en toda la película) envía también al pasado a uno de sus soldados de confianza, Kyle Reese (Michael Biehn), con el propósito de que proteja a su madre y así la historia siga su curso.

Personalmente siempre he sentido debilidad por los argumentos basados en viajes temporales, aunque debo reconocer que en muy pocas ocasiones el resultado está a la altura de lo esperado. Las andanzas de los cronoviajeros suelen ser o bien muy predecibles (estando el futuro escrito, al final de la narración todo debe encajar de forma exacta, por lo que el espectador ya está advertido de lo que tiene, por fuerza, que suceder) o bien directamente una chapuza donde el desconocimiento de los mecanismos de la lógica espacio-temporal resulta más que evidente (y no me habléis de “Heroes” que me pongo muy malito). “Terminator” elude ambas opciones gracias a un argumento muy bien planteado y a un hecho poco común en este tipo de historias: no importa el futuro de los personajes, sino su presente más inmediato. Cameron consigue que nos olvidemos momentáneamente del hecho de que la humanidad entera se va a ir al carajo poniéndonos en la piel de unos desesperados Sarah Connor y Kyle Reese en su constante huída del T-800. La cinta es tan frenética e hipnótica que uno apenas puede permitirse pensar en lo que va a pasar dentro de diez minutos, mucho menos plantearse el futuro de la raza humana a treinta años vista. De ahí que, cuando al final todas las crono-piezas encajan perfectamente en su sitio, uno sienta que se trata más de un plus de valor añadido que del auténtico meollo de la película. Así, no se trata de una sesuda reflexión sobre las leyes que regulan el continuo espacio-tiempo (pese a que las respete al pie de la letra), sino una peli de terror con un distinguido toque de ciencia-ficción.

Bien por ti, James Cameron.

Obviamente con todas estas virtudes “Terminator” fue un hito cinematográfico además de una película con una rentabilidad altísima. Y, obviamente también, la secuela estaba cantada. No obstante, Cameron se lo tomó con calma. Después de “Terminator” se dedicó a deslumbrar a propios y extraños con una secuela de “Alien” (titulada “Aliens” y estrenada en 1986) que nada tenía que envidiar a la original (gracias a un planteamiento radicalmente distinto que llevaba la saga al terreno de la acción pura y dura) y una poética y algo megalomaníaca (aunque de resultados igualmente excelentes) película de ciencia-ficción submarina llamada “Abyss” (1989) y que arrancaba con la misma cita de Nietzsche que da nombre a este blog. En ambas cintas, por cierto, Michael Biehn interpretaba sendos papeles de importancia.



3. Dijo que volvería. Y volvió.

Pese a que en un principio James Cameron no contaba más que con escribir y producir la ansiada secuela de “Terminator” (cediendo la silla de director a Martin Campbell, hoy poseedor de cierto prestigio gracias a su lavado de cara a la franquicia 007 en “Casino Royale”), el desmedido interés de Schwarzenegger por conseguir que el equipo de la original estuviera presente en la segunda parte logró convencer al realizador para tomar de nuevo los mandos de la saga. En 1991, “Terminator 2: el juicio final” llegó por fin a los cines de medio mundo.

Con la audacia que siempre le ha caracterizado, Cameron tomó los elementos más relevantes de la cinta original y los llevó un poco más lejos, no limitándose a una repetición de esquemas que, aunque quizás hubiese complacido a los inversores, habría hecho válida esa máxima cinematográfica que reza que “segundas partes nunca fueron buenas”. Al igual que hiciera con la saga de alienígenas con sangre ácida diseñados por H.R. Giger, Cameron dobló la apuesta en ésta, su segunda secuela, tirando por los derroteros de la acción y dejando a un lado los elementos más terroríficos. Gracias a un holgado presupuesto (fue la película más cara de la historia del cine hasta ese momento) que permitía plasmar en imágenes los caprichos visuales del director, “Terminator 2” volvió a hacer historia en varios frentes. Como película resultó ser más grande, más larga y cien veces más espectacular, pero sin olvidarse del componente dramático y de las complicadas relaciones entre personajes (que incluían a una Sarah Connor fuera de sus cabales que debía aprender a confiar en una máquina), encandilando a los fans de la primera parte y consiguiendo que muchas otras personas descubrieran la epopeya de John Connor y su inagotable lucha por salvaguardar el futuro de nuestra especie. Como producto, generó unos beneficios asombrosos (su recaudación se estima en más de 380 millones de euros, por los 60 de la primera parte). Finalmente, como plataforma de lujo para la presentación de innovadores efectos especiales revolucionó el medio impulsando definitivamente la tendencia (hoy sobreexplotada) de imágenes digitales integradas sin la que cintas más recientes como la trilogía “The Matrix” o “Transformers” serían inconcebibles.


Paradójicamente, la película más exitosa de la franquicia suponía también su cierre desde el punto de vista argumental: la conclusión de “Terminator 2” era tan redonda y definitiva que la posibilidad de una nueva secuela debería haber quedado inmediatamente descartada.

¡ADVERTENCIA! Si no has visto la peli (quizás te hayas pasado los últimos 20 años en coma, quién sabe) no sigas leyendo:

Al final de “Terminator 2”, Sarah Connor, su hijo John y un nuevo T-800 (reprogramado en el futuro por el propio John Connor para proteger su vida cuando era adolescente) destruían la tecnología que daría pie a la fabricación de la inteligencia artificial Skynet, propiciando así la creación de una nueva línea temporal paralela en la que la guerra contra las máquinas nunca había tenido lugar. Punto pelota. C’est fini.


4.¿Sayonara, baby?

Pues no.

La avaricia de los productores rompió el saco y en 2003 apareció un “Terminator 3: la rebelión de las máquinas” en el que James Cameron no tuvo ni voz ni voto (por problemas derivados de la compra/venta de los derechos de la franquicia). Lo cual, obviamente, se percibía desde el minuto uno de metraje.


Dirigida por Jonathan Mostow (artífice de “U-571”, de la cual sólo recuerdo que Jon Bon Jovi hacía un pequeño papel), la tercera entrega de la saga fue una absoluta falta de respeto a la inteligencia del espectador y al legado de Cameron: primero, porque se pasaban totalmente por alto las implicaciones del final de “Terminator 2”, retomando el asunto de la guerra contra las máquinas como si esta posibilidad nunca hubiera sido abortada; segundo, porque esta vez los responsables sí se limitaron a repetir la estructura de la película inmediatamente precedente, entregando una mala copia de “Terminator 2” que no aportaba absolutamente nada a la mitología de la saga; tercero, porque la cinta se permitía reírse abiertamente de muchos de los elementos que habían dado forma a las películas anteriores, como si se tratase más de una parodia que de una continuación en toda regla; y cuarto y último, porque ni Arnold estaba ya para esos trotes (un terminator ¿viejo?) ni la contratación de una modelo dramáticamente deficiente como Kristanna Loken era la solución para hacernos olvidar a los amenazantes T-800 y T-1000 de las partes uno y dos, respectivamente (y menos con un nombre tan estúpido como Terminatrix, claro).


Ante semejante despropósito, servidor (como muchos otros fans de las pelis originales) decidió que, simple y llanamente, “Terminator 3” nunca había existido, pudiendo así volver a conciliar el sueño por las noches.


5. El futuro no está escrito

Debido a todo esto, las noticias de una cuarta entrega no me sedujeron ni un pelo en un primer momento. ¿Por qué seguir engordando una franquicia que estaba definitivamente muerta, kaput, terminated? Si la mera existencia de tal proyecto ya auguraba lo peor, el anuncio de que McG (conocido por las dos entregas de “Los ángeles de Charlie”) sería el director fue un nuevo jarro de agua fría. No es que las apuestas bajaran, es que directamente se estrellaron. No obstante, la posterior incorporación de Christian Bale (intérprete que me flipa desde los tiempos de “American Psycho”) como un John Connor adulto y la ubicación de la trama en el futuro apocalíptico del año 2018 consiguieron despertar mi alicaído interés. La única salida argumental que le quedaba a la franquicia era situarse en la originaria linea temporal de la primera entrega (esto es, en una continuidad paralela a la del final de “Terminator 2”) y desde ahí narrar algo que el espectador ya conocía (la guerra abierta entre hombres y máquinas y cómo John Connor mandaba al pasado a Kyle Reese para protegerse a sí mismo de las conspiraciones espaciotemporales de Skynet) pero que nunca había tenido la suerte de ver.


Mientras un servidor dedicaba sus ratos libres a darle vueltas a esta posibilidad y sus implicaciones en la continuidad de la saga (entre otros diez millones de pensamientos frikis) y los propietarios de los derechos de la franquicia se encargaban de explotarlos en una fallida serie de televisión llamada “Las crónicas de Sarah Connor” (de la que sólo vi el terrible episodio piloto y no me quedaron ganas de repetir), el primer trailer de “Terminator: Salvation” (como fue bautizada esta cuarta entrega cinematográfica) vio la luz. Después de tantas dudas y reparos, un nuevo rayo de esperanza asomó en el horizonte: aquello tenía muy buena pinta. No obstante, ya sabéis cómo son los trailers: astutos y engañosos cual Loki Laufeyson. Uno nunca puede fiarse del resultado final por sólo dos minutos de vibrantes imágenes atropelladas y un acompañamiento musical que en raras ocasiones se corresponde con el de la película (y que en este caso incluía una estupenda versión guitarrera del tema “The day the whole world went away” de Nine Inch Nails).


6. El día del juicio

Hasta el pasado viernes la película no era más que una prometedora incógnita. Vista al fin, la verdad es ésta: “Terminator: Salvation” es una precuela mediocre y divertida (y sí, he dicho precuela).


Resulta obvio que sus responsables nunca aspiraron a competir cualitativamente con las dos primeras entregas de la saga. De hecho, esta cuarta película pretende ser tan fiel a los acontecimientos narrados en aquellas que encuentra en ese respeto al original una de sus mayores flaquezas y, al mismo tiempo, una de sus más destacadas virtudes.

“Terminator: Salvation” consigue integrarse perfectamente en la continuidad de la saga, manteniendo incluso alguno de los elementos de “Terminator 3” que no chocaban con lo dispuesto en los films anteriores, y basa gran parte de su atractivo en el gusto por el detalle retroactivo (lo cual tiene sentido en una historia plagada de paradojas temporales) y el homenaje indiscriminado (incluyendo prácticamente todos los guiños y frases que deben estar, y haciéndolo además con bastante acierto). Pero también de ello se deriva la imposibilidad de llevar el argumento más allá del terreno conocido. Cualquier espectador que estuviese mínimamente atento durante el visionado de las entregas dirigidas por Cameron sentirá inevitablemente que todo lo expuesto en “Terminator: Salvation” es rotundamente obvio y que no hacía falta que nos lo mostrasen para darlo por hecho. Todo estaba ya ahí de antemano, en las palabras de Kyle Reese en la primera “Terminator” y en las visiones del futuro en “Terminator 2”.

Tampoco ayuda en absoluto que el montaje arruine desde el primer momento el misterio en torno al personaje de Marcus Wright (con lo bien que hubiera quedado la escena inicial como un flashback dosificado a lo largo de la primera hora de película) o que los trailers hayan destapado hace meses uno de los pocos giros argumentales que podrían haber sorprendido al espectador.


Un aspecto quizás menor pero que se hace notar es la casi total ausencia del tema musical original compuesto por Brad Fiedel, al que sólo se alude de forma muy puntual en un par de momentos de la cinta. Cosas como ésta hacen que uno se percate de la relevancia que una banda sonora con personalidad tiene en el buen funcionamiento de una película.

Curiosamente todos estos errores (y aún otros: situaciones resueltas de forma ilógica y caprichosa, personajes desaprovechados y diálogos sin pulir) no consiguieron impedir que un servidor disfrutara bastante con esta “Terminator: Salvation”. Pese a tener muy pocos recursos narrativos a la hora de afrontar una escena introspectiva, McG es un director habilidoso para los momentos puramente adrenalínicos. Lo cual, sumado al hecho de que la cinta tiene un ritmo casi tan frenético como el de la primera entrega de Cameron, consigue que la peli se pase volando sin que uno pueda siquiera sentir un atisbo de aburrimiento. Además visualmente el film es muy atractivo (la fotografía es magnífica y, por obvio que resulte recordarlo, los efectos especiales son dignos de toda alabanza) y los actores cumplen con solvencia en sus respectivos roles (sin tratarse en ningún caso de interpretaciones para el recuerdo).


De todo esto se deduce, en fin, que “Terminator: Salvation” es un entretenimiento prescindible pero digno, que se postra servilmente ante la mitología de la franquicia pero que se encuentra, por suerte, a años luz de la aberrante entrega dirigida por Jonathan Mostow en 2003. Sin embargo, teniendo en cuenta que hasta la fecha las cifras de recaudación están siendo bastante discretas, no parece probable que vayamos a tener en breve una nueva secuela/precuela de la saga, como en cambio sí parece prometer el final de “Terminator: Salvation”.

Para bien o para mal, es muy posible que “Terminator” no vaya a volver jamás.

domingo, junio 07, 2009

Alondra echa a volar

“I have got no money now
But I’m still alive somehow
Hitting electricity
Even water isn’t free

I have got some time of my own
Just enough to play on my guitar

Of course I know I’m not the first
Lots of writers had it worst
Glasses and a double bed
Records, books and internet

I have got some things of my own
Just enough to live life commonly
(...)”




[Descubrí la existencia de Alondra Bentley gracias al día de la música de Heineken. Tras este poético nombre se esconde una cantautora de origen británico criada en Murcia que este 2009 ha editado su primer álbum, “Ashfield avenue”. Sus intenciones y su voz recuerdan (al menos a mí) a las de Russian Red/Lourdes Hernández, nueva musa del indie español que alcanzó un considerable éxito y se hizo con una importante legión de entusiastas con su debut “I love your glasses” el año pasado. Ambas hacen un folk intimista de guitarra acústica tan rematadamente sensible que a veces me da ganas de ponerme a menstruar pero que, en líneas generales, me seduce y conmueve. “Ashfield avenue” incluye un buen puñado de hermosísimas canciones (doce, para más señas) entre las que resulta complicado poner unas por encima de otras. El tema que abre esta entrada se llama “Some things of my own” (pero sólo porque no he encontrado un vídeo decente de “Of all living creatures, why a human being”) y la letra está sacada de oído, así que me imagino que tendrá un montón de errores (pero qué queréis, servidor no es intérprete ni lingüista). Merece mucho la pena escuchar la versión del álbum, con unos arreglos increíbles de Joserra Senperena. Y sí, la portada es jodida, no hace falta que lo juréis...]

martes, junio 02, 2009

Abecedario personal: T de Tarantino, Quentin

Retorcido, provocador, meticuloso, irreverente, ácido, constantemente referencial y, sobre todo, desequilibrado y genial a partes iguales. Así podría describirse a Quentin Tarantino, un director de cine que ya es, con tan sólo cinco películas y tres cuartos (si contamos “Grindhouse” y el capítulo final de “Four Rooms”), no sólo un referente absoluto para toda una generación de espectadores, sino prácticamente un estilo en sí mismo, un género cinematográfico propio, como atestiguan los innumerables intentos de seguir su estela que nos ha dado el cine reciente (“Snatch: cerdos y diamantes” y “RocknRolla”, “Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto”, “El caso Slevin”) con diversos resultados, nunca cercanos siquiera al trabajo del maestro.


Con un apabullante saber cinematográfico a cuestas, Quentin se atreve a mezclar el western con las artes marciales con el mismo desparpajo con que escribe una conversación entre dos asesinos de la mafia que discuten sobre el significado oculto de un masaje en los pies o las diferencias entre la comida rápida de EE.UU. y Europa.


Para no repetir calificativos diré que “Reservoir Dogs”, “Pulp Fiction” y las dos partes de “Kill Bill” son, cada una a su modo, cuatro putas obras maestras plagadas de escenas memorables, planos atrevidos (como las secuencias del restaurante retro en “Pulp Fiction” y del japonés en “Kill Bill Vol.1”), homenajes brutales (la odisea de la Mamba Negra, en particular, es un puro goce para quien sepa captar todas las referencias), diálogos descacharrantes (“Ahora voy a llamar a un par de negros empapados en crack para que te disequen con un soplete y unos alicates. Practicaremos el medievo con tu culo, ¿me has oído?”), un uso hilarante de la violencia (el bailecito del Sr. Rubio a punto de hacerle “un Van Gogh” al policía en “Reservoir Dogs”, el combate contra los 88 maníacos en “Kill Bill”) y un incansable amor por los pies, una de las filias erótico-sexuales de Quentin, según se puede deducir por el masivo protagonismo que tienen en sus películas.


Es muy posible que, entre mis 20 ó 25 películas favoritas de todos los tiempos, 3 ó 4 sean las susodichas firmadas por este monstruo del celuloide, discutiéndose “Pulp Fiction” y “Kill Bill” alguno de los primeros puestos (unas veces una y otras veces la otra, dependiendo de cuál haya revisado más recientemente, o de si tengo el “día pistola” o el “día katana”).

Ahora toca cruzar los dedos para que un servidor no haya sobredimensionado equivocadamente sus expectativas respecto a su nueva película, “Inglourious basterds”, cuyas primeras imágenes prometen un nuevo espectáculo de violencia y humor negro como sólo Quentin podría regalarnos.

Plasta, el primate gafapasta (VII)

lunes, junio 01, 2009

Superman in excelsis

Ya he comentado en el Abismo alguna vez (y lo he documentado con fotos), que Superman es uno de los referentes ficticios más importantes de mi vida, tal vez el más importante. Cuando vi la película “Superman” de Richard Donner, a los dos años, mi vida cambió para siempre. Seguramente en algún universo paralelo existe un Jero que no conoció esa película hasta después de la mayoría de edad y cuya vida, por lo tanto, ha estado siempre falta de ilusión y esperanza. Es una suerte enorme saber que, como decía Mari Trini, ése no soy yo.

Al igual que Bill, aquel proxeneta/asesino que David Carradine inmortalizó en el díptico “Kill Bill” de Quentin Tarantino, yo también creo que el concepto de Superman es simple y llanamente irreprochable: un Moisés kriptoniano enviado a la Tierra por sus padres, una pareja de científicos que conocían el fatal destino de su planeta moribundo; un niño que descubre que, gracias a su herencia alienígena combinada con la radiación de nuestro sol amarillo, puede realizar portentos con los que los hombres sueñan desde los tiempos de la más antigua de las mitologías; un hombre, además, que lejos de emborracharse de poder decide emplear sus dones para hacer del mundo un lugar mejor. Superman es el tipo al que quiero como mejor amigo, como padre, como presidente de mi país. Es, desde luego, la persona a la que me gustaría parecerme.


Ok, vale, Superman no existe. Es una ficción pueril inventada para entretener a los niños americanos de la década de los 30 y para arengar a las tropas aliadas durante los años posteriores. También es un potente recurso económico para la editorial DC Comics, un producto mercantilizado y en (demasiadas) ocasiones prostituido, vejado y humillado por toda suerte de analfabetos artísticos y junta-palabras de la más baja ralea.

Muy pocas veces las narraciones protagonizadas por Superman han estado a la altura de su leyenda. Después de un cuarto de siglo como lector de comics puedo contar con los dedos de las manos (y aún me sobran algunos) los títulos protagonizados por la gran S que han conseguido cumplir plenamente mis expectativas. Pese a todo el cariño que profeso hacia el personaje, ninguna obra había conseguido hacer efectivo todo el potencial que yo, desde mi más tierna infancia, he sabido que tenía.


Esa sensación cambió hace tres años cuando, pasando unos días en París, me encontré en una tienda de comics de importación el primer número de “All-Star Superman”, una maxiserie de 12 números escrita por Grant Morrison y dibujada por Frank Quitely (uno de los equipos creativos más espectaculares del mainstream USA, responsable de tebeos tan recomendables como “We3”, “JLA: Tierra 2” o algunos números de “New X-Men”). Aquel primer número me pareció tan jodidamente maravilloso que decidí, por primera vez, seguir una serie en inglés al ritmo de publicación estadounidense. Pese a la fama de dibujante lento de Quitely, nunca imaginé que fuesen a necesitarse 3 años para ver publicados todos los episodios de la colección. Por suerte, los lectores españoles no tendrán que aguantar los continuos retrasos en la salida de cada número porque la editorial Planeta, inteligentemente, decidió esperar a tener todo el material y así lanzarlo al mercado bajo la forma de un lujoso (y barato, en mi opinión) tomo recopilatorio integral como parte de sus novedades para el Salón del Cómic que se celebró el pasado fin de semana en Barcelona. Huelga decir que, pese a haberlo leído ya en inglés, “All-Star Superman” era la novedad salonera más imprescindible (y desgraciadamente para mi bolsillo hay unas cuantas) para el abajo firmante.


A la hora de afrontar las muchas virtudes del tebeo es preferible separarlas en dos bloques: unas puramente objetivas y otras, menos importantes para algunos pero fundamentales para mí, totalmente subjetivas.

Entre las primeras encontramos una trama sólida y bien estructurada, dividida en doce capítulos más o menos autoconclusivos, articulados de forma semejante a las historias de “Sleeper” (Ed Brubaker y Sean Phillips) o “Planetary” (Warren Ellis y John Cassaday). Así, cada uno de los números que componen la serie tiene su presentación, nudo y desenlace, y aborda un aspecto de Superman y su universo. Al mismo tiempo, el conjunto constituye una única línea argumental que tiene a su vez principio y final. Personalmente creo que este tratamiento revaloriza el formato de 24 páginas (en unos tiempos en los que, decompressive storytelling mediante, el comic-book de grapa ha perdido gran parte de su capacidad de satisfacción inmediata en virtud del trade paperback) y siempre he pensado que debería ser el modelo empleado por los guionistas y editores, premiando al lector que sigue una colección mes a mes en lugar de esperar a comprarse el recopilatorio de turno (pudiendo luego hacerlo, como un servidor, por cuestiones de calidad en la edición o simple completismo).

Siguiendo con los aspectos literarios, no es descabellado afirmar que “All-Star Superman” supone uno de los guiones más redondos de entre todos los firmados por Grant Morrison (lo cual no es moco de pavo, teniendo en cuenta que el escocés ha escrito títulos tan recomendables como “Los invisibles”, “El asco” o sus etapas al frente de las series “Doom Patrol” y “Animal man”). El habitualmente excesivo guionista se muestra aquí contenido y certero, pero no por ello falto de esas locas ideas que suelen salpicar sus obras: bombas suicidas con aspecto humano codificadas genéticamente, megantropoides anaerobios diseñados para viajar por el espacio profundo a temperaturas bajo cero, subterranosaurios descendientes de lagartos prehistóricos que se refugiaron en el centro de la Tierra para librarse de la extinción o formas de vida de tungsteno gaseoso que se comunican con lenguaje óptico son algunas de las muchas rarezas que pueblan el universo de “All-Star Superman” (y estos conceptos son más bien de propina; los realmente contundentes es mejor que los descubra cada uno en el propio tebeo). Además, Morrison concede sabiamente a cada personaje su momento de relevancia (el capítulo dedicado a Jimmy Olsen es sencillamente delicioso) y consigue, por encima de todo, que su Superman resulte al mismo tiempo épico y cercano, conviviendo perfectamente sus facetas opuestas de Clark Kent y Kal-El, algo que pocos guionistas han logrado en los 70 años de andadura editorial del personaje.


Respecto al dibujo, sólo consigo encontrar un adjetivo que pueda describir mi impresión sobre el trabajo de Frank Quitely: perfecto. Teniendo en cuenta que Quitely es uno de mis dibujantes favoritos (también dejé constancia de ello aquí), quizás mi opinión parezca de todo menos objetiva. De acuerdo, no lo es. Ni me importa. Habrá quien diga que Quitely no sabe dibujar mujeres (lo cual no es cierto, su Lois Lane es encantadora), o que la anatomía de sus personajes no es biológicamente exacta, pero yo personalmente no conozco a ningún dibujante de tebeos que sepa aunar estilo, composición de página y fuerza narrativa como él (y ya sólo por la escena del Parásito en el número 5 se merece una ovación y un pisito en Torrevieja). Teniendo en cuenta que para completar este tebeo ha tenido todo el tiempo que ha necesitado y que absolutamente todas las páginas de la serie llevan su firma (cosa que no había sucedido en el “The Authority” de Mark Millar o en los “New X-Men” de Morrison), tampoco nadie debería sorprenderse si afirmo que éste es su mejor trabajo hasta la fecha.


Objetivamente, en fin, “All-Star Superman” es un pedazo de tebeo.

Pero, ¿qué lo convierte además en la mejor historia de Superman jamás contada? Entran aquí por fin esas nociones subjetivas que antes comentaba. Y es que si para cualquier amante del comic esta serie es más que recomendable, para los aficionados al género super-heroico y sobre todo al último hijo de Kripton se trata de una lectura imprescindible. “All-Star Superman” consigue aunar en sus doce números toda la mitología del personaje: desde su archi-conocida génesis hasta el enfrentamiento con Doomsday pasando por la ciudad embotellada de Kandor, Bizarro, la kriptonita de colores, la zona fantasma, la quinta dimensión, los años de Superboy en Smallville junto a Lana y Pete Ross, los viajes en el tiempo, Krypto el super-perro, la amistad con Batman y la pertenencia a la Liga de la Justicia, la casa de El, Solaris el tirano solar (visto por primera vez en otro comic de Morrison, “JLA: un millón”) e incluso la fiebre de las esporas escarlatas kriptonianas (que había presentado Alan Moore en el “DC Comics Presents” #85, co-protagonizado por la Cosa del Pantano), sin olvidarnos por supuesto de su longeva enemistad con Lex Luthor, todo ello desligado de las ataduras de la continuidad y presentado en sólo unos cientos de páginas de la forma más pura y sin adulterar que uno pueda imaginarse. “All-Star Superman” representa la esencia concentrada de 70 años de leyenda y supone además una celebración de todos los elementos del género super-heroico tal y como fue concebido tiempo atrás (décadas antes de que el citado Moore y Frank Miller lo deconstruyesen, oscurecieran y ridiculizasen en “Watchmen” y “El regreso del caballero oscuro”, respectivamente). Es un comic alegre y divertido, apto para todos los públicos (sin apenas violencia y totalmente exento de sexo y palabras malsonantes), cargado de buenos sentimientos y una honda humanidad (más allá de su super-humanidad) pero rematado además con tanta inteligencia y elegancia que no importa que uno tenga 15 años ó 75 porque la magia, el sentido de la maravilla, conseguirán deslumbrarlo igualmente.


De la edición española hay que destacar positivamente la presentación en tapas duras y el ingente número de páginas (más de 300) a un precio increíble (tan sólo 20 €), con papel de buena calidad y un tamaño ligeramente superior al habitual en los comic-books (pero muy manejable en comparación con las monstruosas ediciones Absolute). En el lado negativo de la balanza encontramos un par de errores de traducción (de escasa importancia, pero haberlos haylos) y la lamentable ausencia de una de las portadas originales (la del número 6, en cuyo lugar aparece repetida la del capítulo 2). Son errores molestos pero al fin y al cabo intrascendentes, por lo que (aún siendo mejorable) la edición de Planeta pasa el corte satisfactoriamente.


Después de unos meses desencantado con el panorama super-heroico actual (entre Crisis DCeras e Invasiones marvelitas el género no parece levantar cabeza), “All-Star Superman” se ha convertido en la mejor historia de corte fantástico (e incluyo en el saco al cine y la literatura) que he podido disfrutar en mucho, mucho tiempo, y parte con enorme ventaja de cara a encabezar mi lista de tebeos favoritos del año en curso.

No podía ser de otro modo, tratándose del comic de Superman que servidor llevaba toda una vida esperando.