miércoles, agosto 05, 2009

El dios que llegó de Jersey

Toda mitología tiene sus dioses. Los griegos creían en las deidades olímpicas, los nórdicos en los hijos de Odín y los practicantes de la santería adoran desde hace siglos a los Orishas (no, estos no). La historia de la música pop (incluyendo todos los géneros derivados: rock, metal o el mismo pop bajo la acepción más específica a la que actualmente responde), como cualquier religión que se precie, también tiene los suyos.

La mayor parte de estas estrellas legendarias ya han pasado a mejor vida, volviéndose irremediablemente inmortales: Elvis Presley, John Lennon, Jim Morrison, Jimi Hendrix o el (en mi opinión) sobrevalorado Kurt Cobain son ya conocidos por medio mundo como intocables iconos culturales. Entre los vivos, quizás Bob Dylan y los Rolling Stones encabecen por méritos propios la lista de divinidades musicales en activo, aunque parece claro que su momento dorado pasó hace ya muchos años.

Así que, si echamos cuentas, yo diría que nos quedan al menos tres grandes bandas de “dioses del rock” en buena forma: son AC/DC, U2 (aunque sean de una generación posterior hoy por hoy son los “llenaestadios” por excelencia) y mi favorito de los tres, Bruce Springsteen (a la cabeza de su incombustible E Street Band).


He visto al Boss en directo tres veces.

La primera fue en el estadio de la Peineta, en Madrid, en la primavera del 2002. Fue el mejor concierto de mi vida.

La segunda vez fue hace poco, también en Madrid aunque esta vez en el Palacio de Deportes. Fue un gran concierto, pero pálido en comparación con el anterior.

El pasado domingo, Bruce Springsteen, Steve Van Zandt, Clarence Clemons y compañía visitaron el Monte do Gozo (en mi ciudad, Santiago de Compostela) y la liaron parda. Vaya si lo hicieron.


En primer lugar (y desgraciadamente) resulta ineludible hacer mención a la pésima organización del evento. El acceso al recinto donde iba a tener lugar el concierto fue simplemente desastroso. Decenas de miles de personas nos vimos inmovilizadas durante más de una hora (estaba previsto que las puertas se abriesen a las 20.00 horas pero no lo hicieron hasta pasadas las 21.00) sin saber muy bien si existía una cola, dónde estaban realmente las puertas o cuándo íbamos a poder entrar. Cuando las puertas finalmente se abrieron, la muchedumbre (con un humor de perros, lógicamente) se movilizó como una carga vikinga y a los encargados de vigilar los accesos les fue imposible comprobar que todos los visitantes tenían su correspondiente entrada. Además, se vendió un número de entradas mayor que el aforo completo del recinto, por lo que hubo gente que se quedó fuera habiendo pagado más de 70 eurazos por ver al Boss en directo. Al día siguiente, según leí en la prensa, ya había más de 50 denuncias a los responsables de la organización.

Resulta curioso, sin embargo, lo olvidadizos que somos los seres humanos. Después de cagarnos en todo durante más de una hora y de permanecer otro tanto esperando la salida al escenario del dios que llegó de Nueva Jersey, la aparición de Nils Lofgren tocando al acordeón la célebre “Rianxeira” (una de las canciones tradicionales gallegas más populares) disipó totalmente el cabreo de los presentes. A continuación Springsteen y el resto de la banda asaltaron el escenario al ritmo de “Badlands”, uno de los clásicos incontestables de su repertorio, y el recuerdo de las últimas dos horas se desvaneció como si aquello hubiera acontecido en una vida pasada.


A partir de ahí fueron más de tres horas (¿quién, aparte del Boss, ofrece conciertos tan largos?) de energía, buen humor, clásicos del rock (incluso ajenos, como las improvisadas, por petición del público, “Burning love” o “Born to be wild”) y una sinergia sencillamente espectacular con el público. Faltaron, de mi setlist ideal, “The river” y “Thunder road”. La primera no he podido escucharla en ninguna de las tres ocasiones en que he ido a un concierto de Springsteen, y temo que será una pequeña espinita clavada en mis carnes hasta el día en que Bruce decida hacerme feliz tocándola ante mis incrédulas narices. La segunda es mi otra canción favorita de toda su discografía, pero ésta sí la había tocado tanto en la Peineta como en el Palacio de Deportes, así que se le perdona el lapsus, sobre todo teniendo en cuenta la excelente sorpresa que fue el tema de despedida: un “Born in the USA” que no suele ser habitual en los directos recientes del Jefe.

Exhausto y con la voz partida abandoné junto a mis muchos (pero muchos) acompañantes el Monte do Gozo con una estúpida sonrisa de satisfacción en la cara y la sensación de haber asistido a otro momento único en mi “historia del pop” personal.

Quien diga que los dioses no existen es porque no ha visto a Bruce Springsteen y la E Street Band en directo.

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