domingo, enero 31, 2010

Graffiti retretero

No suelo hacer caso a los e-mails que la gente me envia con power points, vídeos y demás chorradas, pero éste que me ha enviado un amigo esta tarde es sencillamente magnífico.

sábado, enero 30, 2010

Low poly


Esta imagen corresponde a un nuevo ejercicio para el máster. En esta ocasión la idea era trabajar correctamente las texturas para, a posteriori, realizar un modelado “low poly” (esto es, con el menor número de polígonos posible) sin por ello perder cierta sensación de realismo. Aunque no estoy satisfecho con el resultado, creo que al menos la escena sí captura la intención de crear una atmósfera terrorífica al estilo “Dead space” (que era lo que un servidor pretendía). De todos modos, deberíais ver algunos de los trabajos de mis compañeros: había cosas realmente increíbles…

Por encima de la media

En lo que a un servidor respecta, el mainstream super-heroico actual está lejos de pasar por su mejor momento. Mientras el volumen de series mensuales que colecciono va decreciendo a pasos agigantados, los únicos proyectos que parecen sacarme del hastío más absoluto suelen ser one-shots o miniseries que vienen abaladas por el nombre de guionistas más o menos reconocidos.

Es el caso de los tres tebeos que hoy nos ocupan:

En primer lugar tenemos el tomo recopilatorio de la mini-serie “Namor: en las profundidades”, escrito por el infravalorado Peter Milligan (pues tiene en su haber títulos tan recomendables como “Enigma”, “Blanco humano”, “X-Statix” o la deliciosa “Shade, el hombre cambiante”) e ilustrado por el estupendo portadista y ocasional dibujante de interiores Esad Ribic, que ya había puesto el listón muy alto con sus versiones al gouache de Thor (en el estupendísimo “Loki”) y Estela Plateada (bajo el subtítulo “Réquiem”).


En esta ocasión el personaje abordado es el rey submarino de Atlantis, que se presenta al lector en el contexto de un universo Marvel anterior a la II Guerra Mundial donde aún no existen los super-héroes y el propio Namor no deja de ser conocido más que como una leyenda urbana comparable al Big Foot o el Chupacabra. Precisamente en torno al viaje que emprenderá a las profundidades marinas el profesor Stein, un experto en desmentir falsos mitos sobre monstruos y criaturas sobrenaturales, girará el argumento de este tebeo de Namor sin Namor. El monarca de los siete mares será una presencia constante en el relato pero no se mostrará ante los personajes (ni ante el lector) hasta que la narración esté casi concluida, adoptando el aura misteriosa de los personajes clásicos del cine de terror. La tensión argumental nacerá, entonces, de la convivencia de los miembros de la expedición a bordo de un submarino, recordando a fims subacuáticos como “Abyss” (o espaciales, como “Solaris”) donde la presión psicológica juega una mala pasada a la tripulación. No obstante, quizás la referencia más destacable sea “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, intercambiando la jungla de aquél por el océano en que Namor aguarda a sus visitantes.


No es éste “Namor: en las profundidades” un tebeo sobresaliente, pero cuenta con el virtuoso grafismo de Ribic y con un guión interesante aunque algo escueto de Milligan, por lo que, sin ser un imprescindible, probablemente satisfaga a los marvelitas de pro y también a muchos otros que nunca se hayan acercado a un tebeo protagonizado por el hombre submarino.


En segundo lugar tenemos la incursión del guionista super-estrella Neil Gaiman en el universo batmaníaco (más allá de aquella interesante historia corta publicada en “Batman: black & white” con dibujos de Simon Bisley y de un par de relatos centrados en Poison Ivy y El Acertijo para “Secret Origins”). Se titula “Batman: ¿qué le sucedió al cruzado enmascarado?” y narra el funeral del caballero oscuro de Gotham desde el punto de vista del propio finado.


Como no pretendo spoilear más de lo necesario (y tampoco es éste un tebeo especialmente extenso), me contento con decir que, más que una historia en sí misma, este “¿Qué le sucedió al cruzado enmascarado?” viene a ser un sentido homenaje al personaje de Batman y las muchas versiones que ha vivido a lo largo de sus siete décadas de andadura editorial. Apoyado por un correcto Andy Kubert (nunca me ha gustado especialmente este dibujante; tampoco su hermano Adam, ya puestos), que se adapta aquí a los registros estilísticos de Bob Kane, Bruce Timm, Neal Adams o David Mazzuchelli para darle al conjunto el apropiado tono de un “greatest hits”, Gaiman presenta un relato entretenido que no aporta mucho al imaginario del héroe de Gotham y que finalmente no termina dejando un recuerdo demasiado profundo en el lector.


Resulta, por consiguiente, que “¿Qué le sucedió al cruzado enmascarado?” no pasará a la historia como uno de los títulos imprescindibles protagonizados por el hombre murciélago, pero sí es verdad que se lee con agrado y complicidad, y que está a años luz de la mierda que habitualmente se nos vende como tebeos de super-héroes de calidad.


En la misma categoría, la de “muy-por-encima-de-la-media”, entraría también el tercer título reseñado en esta entrada: “Incógnito”.


Desarrollado por el guionista Ed Brubaker y el dibujante Sean Phillips (el mismo tándem que parió la excelente serie “Criminal” y uno de mis tebeos favoritos de la década pasada, “Sleeper”), este recopilatorio de la miniserie del sello Icon de Marvel nos presenta a Zack Aniquilación, un super-villano reconvertido en aburrido oficinista merced al programa de protección de testigos al que entró a formar parte tras traicionar a sus jefes. Hastiado de una vida monótona y sin motivaciones personales, Zack verá de pronto respondidas sus plegarias cuando recupere sus super-poderes y decida volver a vestir su antiguo uniforme de criminal meta-humano. Por supuesto, tanto la comunidad de héroes como el cónclave de villanos verán con malos ojos este cambio de actitud, complicando la vida de Zack hasta límites insospechados.


Es menester decir que “Incógnito” es un tebeo muy divertido, bien escrito y áun mejor dibujado, que desgraciadamente adolece de un defecto derivado de su autoría: todo en él recuerda poderosamente tanto a “Criminal” como, sobre todo, a “Sleeper”. Y, aunque esto podría sonar estupendamente para todos aquellos que, como yo, hayan disfrutado a rabiar de las correrías del agente doble Holden Carver, lo cierto es que en este caso servidor hubiese preferido algo más de originalidad en cuanto al desarrollo de la trama y el perfil psicológico de la mayoría de personajes, que no dejan de ser un eco de aquellos que ya conocimos en los mentados títulos.


Nos quedan así, en resumen, tres tebeos que merece la pena leer pero que, siendo justos, se quedan a las puertas de un éxito más rotundo y trascendente. No está mal, vistos los tiempos que corren, pero también es cierto que podría haber estado mejor.

La Cotillard y poco más

Lo de “Nine”, la nueva película de Rob Marshall, tiene delito.


Por un lado, el planteamiento ya resulta bastante desnaturalizado: adaptación al cine de un musical que a su vez adapta (y traduce al inglés) una película italiana (la célebre “8 y 1/2” de Federico Fellini) con argumento disperso y muy personal… pero sigo: adaptación en la que un irlandés (Daniel Day-Lewis) hace de italiano que habla en inglés con acento italiano, una inglesa (Judi Dench) hace de francesa que habla en inglés con acento francés, una española (Penélope Cruz) hace de italiana que también habla en inglés con acento italiano y una australiana (Nicole Kidman) que hace de alguien que habla como ella misma pero con una cara de arruga pasa mal operada que incita a dudar que alguien en su sano juicio quisiera tenerla como protagonista estelar de una superproducción rodada en Roma. Porque claro, si todo sucede en Roma, ¿por qué los personajes, de nacionalidad italiana la mayoría, hablan inglés en lugar de italiano? ¿No se supone que ya están, de hecho, hablando en italiano, pero por cuestiones puramente comerciales (es decir, no meter subtítulos para su distribución USAmericana) tiran por la tangente y convierten el italiano en inglés (cosa que se hace muy a menudo en el cine y a nadie parece molestarle salvo a Mel Gibson)? Ah, pero entonces, ¿por qué siguen teniendo acento italiano pese a que es obvio que, aunque nosotros oigamos inglés, ellos hablan, en efecto, en italiano?


Claro que estas menudencias no son suficientes para cargarse una película por sí solas. Para eso haría falta, además, que la mayor parte del reparto estuviese infumable, que los números musicales fuesen un auténtico exceso de lo hortera y kitsch (con canciones sin garra, para más inri) y que el argumento, en definitiva, pudiese reducirse a una sola línea (y aún me sobrarían palabras para hacer un haiku). Todo ello, por cierto, es aplicable a “Nine”.


No va a ser todo horrible, claro: Daniel Day-Lewis se esfuerza lo indecible por resultar convincente en su papel de gran director de cine al que las musas han abandonado a su suerte. No llega al nivel que uno podría esperar de uno de los 4 ó 5 mejores actores del mundo, claro, pero al menos ese esfuerzo está ahí, uno puede sentirlo en cada plano de metraje y está claro que con este material poco más se podía haber hecho. Judi Dench también pone toda la carne en el asador, aunque su número musical resulte tan gratuito y ridículo que más le valdría a esta dama de la actuación haberse quedado en casa a la espera de que la volviesen a llamar para encarnar a una reina de Inglaterra (cualquiera de ellas: total, nadie sabe distinguirlas). Tan sólo Marion Cotillard, la hermosísima y talentosa y adorable y totalmente embelesadora Marion Cotillard consigue salvar sus minutos en pantalla, haciendo que el resto del fotograma se quede en negro a su alrededor, capturando la luz como lo haría un enorme agujero negro con forma de mujer. Si por algo merece la pena darle una oportunidad a “Nine” (aunque desde luego no baste para compensar sus innumerables flaquezas) es por poder disfrutar de la interpretación y el carisma y la mirada de Marion Cotillard.


Por su parte, no es del todo cierto que todos los números musicales sean lamentables. El de Fergie (al ritmo del tema “Be italian”) tiene una puesta en escena estupenda y el de Kate Hudson, pese a parecer un publirreportaje de Martini, presenta la que es, sin duda, la canción más pegadiza, bailable y divertida de la película: la sorprendente “Cinema italiano”.


A partir de ahí, “Nine” es una continua cuesta abajo de calidad cinematográfica, contagiada por un ritmo excesivamente episódico y salvada sólo en contadas ocasiones por un trabajo de fotografía estupendo y por (sí, tengo que repetirlo) la cálida presencia de Marion Cotillard… Ya he dicho que es una mujer adorable, ¿verdad?

Lo de Sofia Loren, por cierto, encaja perfectamente en la definición de "grotesco". Con el respeto que yo le tenía a esta mujer…

miércoles, enero 27, 2010

Cambiar el mundo

“Everywhere is freaks and hairies
Dykes and fairies, tell me where is sanity
Tax the rich, feed the poor
Till there are no rich no more

I'd love to change the world
But I don't know what to do
So I'll leave it up to you

Population keeps on breeding
Nation bleeding, still more feeding economy
Life is funny, skies are sunny
Bees make honey, who needs money, Monopoly

I'd love to change the world
But I don't know what to do
So I'll leave it up to you

World pollution, there's no solution
Institution, electrocution
Just black and white, rich or poor
Them and us, stop the war

I'd love to change the world
But I don't know what to do
So I'll leave it up to you”


[“I’d love to change the world”, un éxito de Ten Years After del año 1971 (concretamente, de su disco “A space in time”). La letra lo dice todo. Y la música, con la impresionante guitarra de Alvin Lee como protagonista, es increíble.]

Quiero un par de estas zapatillas Adidas




Cualquiera.

Poesía tridimensional

Hace unas semanas nos hablaron en el máster del alucinante trabajo de Álex Román, pero por alguna razón no se me ocurrió colgar un enlace a su película “The Third & the Seventh” hasta ahora. No entiendo cómo se me pasó por alto.


Aunque resulte difícil de creer, todas las imágenes son gráficos generados por ordenador…

domingo, enero 24, 2010

Vivir. Caer. Morir. Volar

Antes de nada debo hacer una confesión: no leí “El arte de volar” (tebeo publicado por Ediciones De Ponent y obra del guionista Antonio Altarriba y del dibujante Kim) porque a priori me interesasen su argumento o su dibujo. Lo leí porque durante los últimos meses había acumulado tal cantidad de elogios y parabienes (¿un 5 en La Cárcel de Papel?) que mi curiosidad por saber si era para tanto le ganó la partida a mi rechazo inicial.


“El arte de volar” narra la historia de Antonio Altarriba (padre del guionista, con el que comparte nombre y apellidos), un hombre de 90 años que el 4 de mayo de 2001, harto ya de este mundo, decidió saltar desde el tercer piso de la residencia de ancianos donde vivía y terminar con sus muchos sufrimientos. Mediante un retruécano retro-genealógico, Antonio hijo (el guionista) se identifica durante esos tres pisos de caída con Antonio padre (el protagonista) para narrar en primera persona, a modo de flashback, los 90 años que le condujeron desde el pueblo de Peñaflor donde nació hasta el momento del impacto último contra el cemento de la calle. 90 años en los que Altarriba fue primero un joven labriego con ansias de huir a la libertad que parecía ofrecer la ciudad de Zaragoza; luego un anarquista convencido que luchó (y perdió) contra los ejércitos de Franco en la batalla del Ebro; posteriormente un exiliado en Francia que terminó enzarzado en otra contienda (la defensa contra los alemanes) que no le correspondía y, finalmente, tras el paso por un campo de concentración y el regreso cabizbajo y derrotado a su patria ahora inmersa en la dictadura, un hombre gris e infeliz cuyos ideales quedaron sepultados por las inexorables presiones de una sociedad donde cualquier forma de idealismo chocaba con los más básicos mecanismos de supervivencia.


Partiendo de una absoluta desnudez emocional, Altarriba nos presenta a su padre como un hombre zarandeado y puteado por la vida, siempre esclavo de los avatares que le deparara su destino, incapaz de decidir libremente la senda vital que hubiera deseado recorrer. Al menos, hasta el momento en que decidió hacerle un corte de mangas al mundo y morir cómo y cuándo a él le saliese de los mismísimos.

Personalmente, tanto su descripción de personajes como la forma y el ritmo de la narraración (densamente literaria) me han recordado por momentos al “Maus” de Art Spiegelman (sí, lo sé, palabras mayores). El guión de Altarriba es soberbio, capturando no sólo la desazón vital del protagonista (en ocasiones gracias al empleo de sugerentes escenas onírico-simbólicas), sino también el clima político y social que se vivió en España a lo largo del siglo que su padre recorrió con más pena que gloria.


Por otro lado, la labor gráfica de Kim ha supuesto para mí una sorpresa monumental. Conociendo a este autor por sus trabajos para la revista satírica “El Jueves” (donde lleva muchos años publicando las andanzas de “Martínez el facha”), debo reconocer que siempre había sido uno de los dibujantes que más me habían repateado de cuantos conforman la plantilla de dicha publicación. Abordé, por tanto, este “El arte de volar” con multitud de dudas y no menos prejuicios, pero lo cierto es que una vez metido en faena resultó totalmente imposible imaginarme las andanzas de Altarriba padre bajo otro aspecto que no fuese el otorgado por el dibujante barcelonés (del mismo modo que en su momento me ocurrió con el grafismo de Eddie Campbell en “From Hell” o el de Santiago Valenzuela en “Las aventuras del Capitán Torrezno”). Narrativamente sencillo y directo, el dibujo aparentemente feísta de Kim esconde no obstante un mimo por el detalle y una capacidad expresiva apabullantes, vehículos perfectos para la plasmación de esta historia de padres perdedores y países decadentes. Un trabajo sobresaliente que redondea un tebeo mayúsculo.


Decía, entonces, que compré y leí “El arte de volar” guiado más por lo bueno que se decía de él que por el interés que pudiese despertarme a priori. Por ello, quisiera dar las gracias a todos aquellos que lo recomendaron con tanto fervor y tenacidad y a quienes lo situaron en un lugar bien visible de sus listas de lo mejor del 2009 en materia tebeística. De no ser por ellos, servidor se habría perdido uno de los mejores comics españoles que ha tenido la inmensa fortuna de conocer.

Ahí es nada.

Hipnótico Haneke

Da gusto empezar la temporada cinéfila con una película del calado de la última obra (hasta la fecha) del realizador austriaco Michael Haneke. Teniendo en cuenta los antecedentes del director, “La cinta blanca” bien podría, pese a aspectos comunes con su filmografía previa, suponer de algún modo un punto y aparte en su trayectoria.


Según mi particular forma de entender las cosas, el cine de Haneke se caracteriza por un eje temático bien definido (la búsqueda del mal en cualquiera de sus manifestaciones) y un estilo narrativo propio (en el que resultan especialmente destacables su manejo del ritmo y su virtuosismo en la composición del plano). También podríamos añadir una tercera característica que en “La cinta blanca” cobra especial relevancia: Haneke no es un analista sino un retratista.

Así, su última película, más que relatar, retrata la vida en un pueblo de la Alemania rural en los días previos al estallido de la Primera Guerra Mundial y cómo la aparente tranquilidad de la villa se ve de pronto ensombrecida por una serie de crímenes de autoría incierta.

No obstante, esta sinopsis no le hace justicia al undécimo largo de Haneke, por lo que me apresuro a afirmar (para que nadie se lleve a error y luego me acuse de no haber visto lo que se le prometió) que “La cinta blanca” no es en absoluto un thriller o una película de misterio, sino una sobria y calmada disección de la identidad del pueblo germano a comienzos del siglo XX. Resulta que a Haneke no le interesan tanto los actos criminales en sí como la sociedad en la que tienen lugar, pues según parece querer hacernos ver (ya digo que Haneke muestra pero no pontifica), es la sociedad la que produce monstruos y no los monstruos los que configuran la sociedad. Así, nada de lo ocurrido posteriormente en la historia de Alemania puede achacarse al azar: para que el fascismo arraigue es preciso que el sustrato cultural esté convenientemente abonado y, a la vista de los sucesos narrados en “La cinta blanca”, uno comprende que ciertamente existió una generación de jóvenes nacidos con el siglo que sufrieron una educación abusiva y una desmesurada presión psicológica que inevitablemente los llevaría a adoptar como propias las consignas del nacionalsocialismo con total naturalidad y convicción. Como se suele decir: “quien siembra vientos…”


Al respecto, resultan significativos los numerosos paralelismos que el espectador puede establecer entre la microesfera del pueblo retratado en la película y la macroesfera de la Alemania nazi que se vería en su pleno apogeo veinte años después. De entre todos ellos yo destacaría el papel de la autoridad religiosa local y su resolución final, tan fácilmente extrapolable a lo que después haría la Iglesia en relación al Holocausto: mirar a otro lado.

Con todo, no sorprenderé a nadie si afirmo que una obra cinematográfica de auténtica enjundia no surge únicamente de un buen guión o un trasfondo con múltiples posibilidades de análisis (aunque es cierto que ambas cosas ayudan un montón), sino que también precisa de una plasmación formal a la altura. Por suerte, en eso la película que nos ocupa se lleva la palma (y de oro, ya puestos). Rodada en un arriesgado blanco y negro que remite a directores como Dreyer o Bergman (por los que, según parece, Haneke profesa una profunda idolatría), el film cuenta con un trabajo de fotografía sencillamente descomunal, auténtico material de referencia y estudio para futuros iluminadores.

La poderosa carga simbólica que emana del guión de “La cinta blanca” cobra mayor entidad gracias al perfecto uso de los elementos visuales en pantalla. Objetos como un pañuelo mortuorio cubriendo el rostro de un cadáver o una puerta cerrada tras la que se esconde la auténtica realidad de una familia “bien avenida” suponen no sólo un apoyo sobre el que erigir estilísticamente el discurso, sino una metáfora del modo en que los habitantes del pueblo entienden conceptos como la muerte (siempre encubierta, ya sea tras el portón de un granero o el margen del encuadre) o la educación (basada en la represión y la obediencia absoluta). Tan sólo los más inocentes, los niños de menor edad, parecen librarse de estos vicios sociales que los adultos potencian y que los pre-adolescentes asumen como ley natural (la subtrama del pajarillo enjaulado va directamente al saco de “lo mejor del cine de los últimos tiempos”, y no digo más porque sería spoilear).


Es menester alabar también el increíble trabajo de recreación de la época, no sólo gracias a un acertadísimo vestuario, maquillaje y demás elementos de atrezzo, sino también a un casting que, de algún modo indecible, parece saber capturar las distintas fisionomías de la gente que uno se imagina viviendo el día a día de 1913. Los actores seleccionados para protagonizar la película parecen directamente salidos del viejo álbum familiar de tus bisabuelos, consiguiendo transportarnos con inusitada autenticidad a las fechas en que transcurre la acción.

No es “La cinta blanca” una película fácil. Además de lo mencionado anteriormente, el film carece de banda sonora que acompañe a la acción (más allá de la música que generen los propios personajes al cantar o tocar un instrumento), tiene un ritmo lento y prácticamente uniforme (pese al leve y casi inadvertido crescendo de la tensión psicológica), una duración aproximada de dos horas y media y no posee un clímax argumental definido, con lo que podría disgustar enormemente a quien acuda al cine esperando una cinta algo más convencional. A mayores, es una de esas películas que requieren de una total implicación por parte del espectador, quien deberá establecer su propia interpretación de los hechos relatados para llegar a una conclusión personal (pero no por ello desprovista de validez) que en ningún momento se verá refrendada por lo que se nos muestra en pantalla. Esta multiplicidad de lecturas es, en fin, otra de las muchas virtudes de “La cinta blanca”.


Decía al principio de esta reseña que esta película podría suponer un antes y un después en la filmografía de Haneke, y no creo que esta afirmación resulte descabellada. “La cinta blanca” no sólo lo ha situado, en términos de reconocimiento internacional, en la división de los grandes autores del cine actual, sino que posiblemente le reporte el mayor éxito comercial de su carrera (auspicio, salvo sorpresa de última hora, una victoria contundente en la ceremonia de los Oscar como cinta de habla no inglesa). Además, resulta uno de los films más digeribles del realizador (incluso siendo un relato sórdido, tenebroso y “malrollista” por definición), con lo que posiblemente llegue a un público mayor (el mismo que quizás no haya soportado las aturdidoras secuencias de sadismo y repulsión de “Funny games”, “El vídeo de Benny” o “La pianista”). Quizás sería simplista por mi parte tildar por ello a “La cinta blanca” de ser una película más madura que las antes mentadas, pero sí considero que este giro hacia lo implícito y subterráneo (más allá de lo puramente epatante) juega muy a favor de cara a considerarla el máximo exponente de las virtudes del discurso hanekiano.

Si finalmente resulta ser la obra cumbre de su filmografía, sólo el tiempo lo dirá. Por lo de pronto, se trata de la primera muestra de gran cine estrenada en nuestro país en el 2010.

Antes del final

Más o menos como cada domingo, hoy me he levantado, me he duchado, he salido a la calle y comprado “El país” y he vuelto a casa para desayunar leyendo el suplemento dominical.

Resulta que, en una obvia maniobra de retroalimentación corporativa, dicho suplemento incluye en su número actual un reportaje de 8 páginas acerca del estreno de la última temporada de “Lost”. Está bastante claro que ni el texto ni las imágenes revelarán absolutamente nada a quienes hayan seguido con interés las cinco temporadas previas, así que el reportaje de marras parece estar pensado simplemente para amplificar (lo poco que se pueda a estas alturas) el “hype” y quizás conseguir así unas audiencias algo más altas cuando la cadena de TV Cuatro emita “LAX”, el episodio 6x01 de la ya histórica producción de J.J.Abrams y Damon Lindelof.


Yo, por mi parte, he leído el reportaje con relativa curiosidad por ver si se metía la pata en alguno de los aspectos tratados (es ampliamente conocida la capacidad de los medios generalistas para meter gazapos en cualquier reseña, crítica o artículo sobre materia friki), pero lo cierto es que esta vez el redactor parece ser un lostie de pedigrí, que maneja datos y hechos con clarividencia y soltura (aunque sin demasiadas sorpresas).

Por supuesto, todo esto carece de la más mínima importancia o interés. Si hoy le dedico unas líneas al asunto es porque, quizás por la proximidad de esta inminente sexta y última temporada, empiezo a ser plenamente consciente de lo que supondrá el final de “Lost” para el mundillo televisivo en general, para el frikerío internetil en grado mayor y para mí y algunos de mis conocidos (y no miro a nadie en concreto, jeje) de forma estrictamente personal.

Empecé a ver “Lost” apenas unos días antes de iniciar este blog, hace algo más de tres años. Fue una de las primeras series de televisión que me descargué de internet (las primeras fueron “Twin Peaks” y “Firefly”, algunos meses antes) y fue, no cabe duda, la que inició mi devoción hacia la ficción televisiva actual. Tras el visionado de sus dos primeras temporadas (y mientras la tercera no hacía acto de presencia) tuve que llevarme a los ojos y oídos otros programas como “Prison break” (puaj), “Heroes” (re-puaj) o “Six feet under” (¡bravo y viva!), a los que después seguirían “Dexter”, “Californication”, “The Wire”, “Deadwood”, “Los Soprano”, “True blood”, “Fringe”, “Damages”, etc.

Si tuviera que elaborar un ranking con mis series favoritas, seguramente “Lost” ya no estaría en el podio de honor (ahí veo más a la terna de la HBO formada por Tony Soprano, Jimmy McNulty y la familia Fisher), pero lo que está claro es que el cariño que siento por su historia y sus personajes es ya tan grande como el que pueda profesar por Batman, Freddie Mercury o Florentino Ariza. Forman parte de mi imaginario personal.


Y, de ahí, claro, el miedo. Miedo a que la sexta temporada sea un zurullo en toda regla que desbarate mi idealizada imagen global de una serie que me ha hecho disfrutar tanto (pese a que la quinta temporada no fuese precisamente una maravilla) durante tanto tiempo. Miedo a que el final escrito para las correrías de Jack, Sawyer, Kate, Locke y compañía no esté a la altura de las circunstancias. Miedo a que los guionistas de “Lost” se hayan autoimpuesto un reto al que difícilmente podrán hacer frente con dignidad. Si explican demasiado los misterios de la Isla, decepcionarán a un gran sector del público (todos sabemos que una buena pregunta requiere una respuesta aún mejor). Si no los explican, cabrearán a buena parte de la platea. Si Jack acaba con Kate, si Hugo muere, si Sawyer sale del armario o si Jacob resulta ser un alienígena de Ganímedes, habrá alguien que ponga el grito en el cielo. Ocurra lo que ocurra, no hay victoria posible. El final de “Lost” será, con toda probabilidad, algo triste y decepcionante, precisamente porque todos nosotros (los losties, quiero decir) siempre hemos esperado algo más allá de lo que un mero artífice humano podría llegar a imaginar (bueno, quizás con la excepción de Alan Moore, Stanley Kubrick, Isaac Asimov y Grant Morrison).

Cita el reportaje las palabras del productor Jack Bender: “conozco el final y pienso que os retorcerá la mente”, dice el tío. Más vale que así sea, Jack. Porque, en el fondo, aunque sé que es prácticamente imposible, sigo queriendo creer que van a conseguirlo; que efectivamente todo estaba pensado desde hace tiempo (pese a las desviaciones más o menos inevitables en una narración de tan largo recorrido); que existe una explicación convincente (que espero que no me sirvan en bandeja como si fuese un espectador con dificultades de aprendizaje) para cada uno de los misterios de la Isla; que, guardada en ese baúl que han prometido abrir en directo ante la audiencia del programa de Jimmy Kimmel, hay una frase que rime, en intensidad y trascendencia, con aquel glorioso “We have to go back” que erizó todos los pelos de mi cuerpo.


Eso sí sería algo digno de ver.

.
..
...

Mientras escribía esta entrada, haciendo repaso de series, me he dado cuenta de lo mucho que aún me queda por ver. Si ya es difícil estar al día con el cine que se estrena, con las series la cosa es directamente imposible. Me pongo a echar cuentas y descubro que, si no se estrenasen nuevas series de interés en los próximos años, servidor seguiría teniendo material al menos para un lustro: "Mad men", "Battlestar Galactica", "In treatment", "Carnivale", "The Shield", "Generation Kill", "House of Saddam", "United States of Tara", las nuevas temporadas (que aún no he podido ver) de "Dexter", "Californication", "Fringe", "The Big Bang Theory"... ¡Buf!

martes, enero 19, 2010

Mi arcángel Gabriel

“The book of love is long and boring
No one can lift the damn thing
It's full of charts and facts and figures and instructions for dancing

But I
I love it when you read to me
And you
You can read me anything

The book of love has music in it
In fact that's where music comes from
Some of it is just transcendental
Some of it is just really dumb

But I
I love it when you sing to me
And you
You can sing me anything

The book of love is long and boring
And written very long ago
It's full of flowers and heart-shaped boxes
And things we're all too young to know

But I
I love it when you give me things
And you
You ought to give me wedding rings”


[En vista de que varios blogs amigos (como No me llames cariño o Tengan mucho cuidado ahí fuera) ya se han hecho eco del estreno del nuevo single de Enrique Bunbury, servidor prefiere dejar al ex-Héroe a un lado (por eso de no saturar) y hacer hincapié en otro disco que saldrá próximamente y que, a priori, me resulta más estimulante (sin desmerecer al aragonés errante). Se trata del inminente “Scratch my back”, álbum de versiones interpretadas por el gran (perdón, el GRAN) Peter Gabriel, quien rompe así un silencio que venía trayéndome de cabeza desde que en 2002 publicase aquel excelente “Up” (nada que ver con la peli de Pixar). Este nuevo trabajo del ex-líder de la mítica banda Genesis parte de una premisa la mar de interesante: Gabriel versionará canciones de otros músicos a cambio de que estos tomen composiciones de su repertorio y las hagan suyas. Los temas elegidos por el genio británico (y que serán reinterpretados empleando instrumentación sinfónica, sin guitarras ni batería) pertenecen a músicos tan destacados como (redoble de tambores) David Bowie, Paul Simon, Elbow, Bon Iver, The Talking Heads, Arcade Fire, Neil Young o Radiohead. Toma, toma y toma. Por ahora la única canción del disco que se ha podido escuchar entera es la versión que Gabriel ha hecho del “The book of love” de The Magnetic Fields, y suena así de bien. El resto podremos descubrirlo el 25 de enero.]

Top 10: mis películas favoritas de 2009

Al igual que ocurrió con los discos que más me han hecho disfrutar a lo largo de los 12 últimos meses, hoy hago repaso de lo que más me ha gustado de cuanto he visto en materia cinematográfica (reincidiendo en que no pretendo sentar cátedra con mis listados, sino ejercitar la memorística y pasar un buen rato). Mis diez pelis elegidas, en orden de creciente importancia, son:

10- (500) days of Summer


Infravalorada en la reciente entrega de los Globos de Oro (en favor de la divertida pero a todas luces muy inferior “Resacón en Las Vegas”), la odisea sentimental que Tom (excelente Joseph Gordon-Levitt) vivirá tras conocer a Summer (hermosísima Zooey Deschanel) sirve al director Marc Webb (que ahora suena como candidato para insuflar nuevos aires a la franquicia “Spider-man”) para vertebrar una comedia anti-romántica honesta, cercana y con la que es muy fácil empatizar. Y además con una banda sonora acojonante.
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9- Revolutionary road


La cuarta película como director de Sam Mendes (después de la excelente “American beauty”, la pluscuamperfecta “Camino a la perdición” y la algo-más-discreta “Jarhead”) se perfila claramente como el drama anti-romántico del año (por seguir la tónica marcada por la cinta anterior). Contundentemente interpretada, milimétricamente planificada y resuelta con clase y elegancia, “Revolutionary road” es un dardo envenenado dirigido contra la hipocresía (tristemente) necesaria para la preservación de la vida en pareja.
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8- Avatar


Blockbuster tocho donde los haya, la mastodóntica producción del tite Cameron (que va camino de ser la película más taquillera de todos los tiempos y, si nadie lo impide, arrasar en la próxima ceremonia de los Oscar) es un orgiástico espectáculo visual para grandes y pequeños que recupera el sentido de la maravilla de la primera trilogía de “Star Wars” o del “Señor de los Anillos” de Peter Jackson tirando de eco-moralina, elfos nocturnos (o rondadores nocturnos, dependiendo de si uno prefiere ver la vida bajo el prisma marvelita) y gafas polarizadas que nos permitan adentrarnos en la fluorescente jungla de Pandora. Dividiendo a cinéfilos (y cinéfagos) entre quienes la adoran y quienes la detestan, “Avatar” se ha ganado, en mi opinión, un lugar muy destacado entre lo más granado del año.
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7- Los mundos de Coraline


Patada en los cojones (y bien merecida) al ego y la leyenda de ese señor genial (en ocasiones) y mortalmente cansino (sobre todo últimamente) que es Tim Burton, “Los mundos de Coraline” llegó para rescribir la historia del cine y otorgarle a Henry Selick el crédito que sin duda merecía por aquella inolvidable “Pesadilla antes de Navidad”. El argumento inspirado en el cuento original de Neil Gaiman ayudó cosa fina, claro.
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6- Donde viven los monstruos


Otra adaptación de un cuento infantil (en este caso el celebérrimo libro ilustrado de Maurice Sendak) sirvió al siempre sorprendente Spike Jonze (“Cómo ser John Malkovich”, “Adaptation. El ladrón de orquídeas”) para construir un mundo maravilloso poblado de personajes encantadores y aterradores a la par y, de paso, diseccionar los miedos e inseguridades de un niño de 9 años que no encuentra su lugar en el mundo. Cine de autor desplegado con infinito talento y respaldado por un presupuesto capaz de dar vida a la imaginación de un niño.
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5- El lector


A la chita callando (no es uno de esos nombres que habitualmente surgen en las conversaciones cinéfilas), Stephen Daldry se está haciendo una filmografía de mear y no echar gota. A la feliz sorpresa inicial de su debut (“Billy Elliott”) y la posterior confirmación de su innegable talento en la sublime “Las horas” se sumó en 2009 esta bellísima historia de amor, culpa y perdón protagonizada por una arrebatadora Kate Winslet y un sensacional Ralph Fiennes. Los lagrimones más sanos que he echado en los últimos 12 meses.
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4- Gran Torino


Clint Eastwood nunca habría rodado algo como “8 y 1/2” o “Takeshis”. Lo suyo siempre fue más directo y menos artificioso. Por eso se dedicó a sí mismo (y a todos sus “yos” del celuloide) esta grandiosa despedida de la interpretación que consigue resumir toda su sabiduría como realizador, como actor, como personaje y como persona. Mientras su Ford Gran Torino se desvanece al compás de su propia voz y del piano de Jaime Cullum en el plano que concluye la cinta, uno se frota los ojos y dice para sus adentros: “pero qué grande eres, maestro”.
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3- El secreto de sus ojos


De forma totalmente inesperada (al menos para mí), la última cinta de Juan José Campanella me dejó en estado de shock (pero shock del bueno, del de satisfacción) con su complejo guión (que salta con desparpajo de la comedia al thriller pasando por el drama y el cine político), sus interpretaciones sublimes (Ricardo Darín se ha ganado a pulso su pedestal y Soledad Villamil le da la réplica con firmeza) o su apabullante resolución audiovisual (planos secuencia como el del estadio de fútbol no se ven todos los días… ni todos los años). Una joya.
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2- Up


¿Qué puedo decir? Probablemente “Up” sea la mejor película jamás surgida de la factoría Pixar. Sabiendo que estos señores son responsables de títulos tan imprescindibles como “Toy Story”, “Monstruos S.A.”, “Buscando a Nemo”, “Los Increíbles”, “Ratatouille” o “Wall-E”, poco más se puede añadir: una obra maestra no sólo del cine de animación, sino del Séptimo Arte en general.
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1- El curioso caso de Benjamin Button


Tal vez no haya mucha gente dispuesta a respaldar este primer puesto de mi ranking cinéfilo del 2009. Tampoco es que eso importe. Para un servidor, la última película de David Fincher (hasta la fecha) es todo lo que uno puede desear encontrarse en una sala de cine cuando las luces se apagan y el proyector comienza a iluminar la oscuridad con imágenes en movimiento. “El curioso caso de Benjamin Button” es amor, ternura, drama, acción, épica, intimismo, lirismo y filosofía. Es tecnología puesta al servicio de la historia, fotografía inmortal, edición inteligente, música de emoción incontenible e interpretación en estado puro. Es la vida reflejada en la esfera de un reloj que camina marcha atrás, descontando cada segundo del tiempo que tenemos en este mundo. Es CINE con mayúsculas. Es una puta maravilla.
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Hay algunas películas que me ha costado dejar fuera de este top 10, como las estupendas “Distrito 9”, “Mi nombre es Harvey Milk”, “Vals con Bashir”, “Celda 211” o “El luchador”, mientras que otras como “Déjame entrar”, “La duda” o “La clase” se han quedado algo más lejos, aunque también sean merecedoras de reconocimiento como parte de la buena cosecha cinéfila del 2009.

En el apartado de decepciones encontramos tres muy llamativas, precisamente por lo alto que apuntaban: “Enemigos publicos” de Michael Mann, “Ágora” de Alejandro Amenábar y “Malditos bastardos” de Quentin Tarantino, con la que tengo una curiosa relación de amor/odio que quizás se solucione cuando pueda revisarla en DVD. Por su parte, “Watchmen” (Zack Snyder), “Star Trek” (J.J. Abrams), “Terminator: Salvation” (McG), “Slumdog millionaire” (Danny Boyle) y “Valkiria” (Bryan Singer) me han provocado un estado de abulia total. Puestos a destacar las más pedorras del año, la cosa está bastante clara: “X-Men Orígenes: Lobezno” (Gavin Hood) y “Che: Guerrilla” (Steven Soderbergh). Malas con avaricia.

lunes, enero 18, 2010

El día en que casi entendí "Los Invisibles"

Desde hacía unos años, servidor tenía una cuenta pendiente con el (casi siempre) genial guionista de comics Grant Morrison: releer de un tirón “Los Invisibles”, su obra más compleja y personal.

Cuando se publicó por primera vez en nuestro país, “Los Invisibles” fue saliendo primero en miniseries en formato prestigio (de la mano de Norma Editorial) y luego en gruesos tomos recopilatorios espaciados a lo largo de varios años (que coincidieron con el cambio de derechos de DC Comics y su sello Vertigo en favor de Planeta de Agostini). Fue una edición errática, sin apenas continuidad temporal (creo recordar que hubo parones de hasta más de un año entre tomo y tomo), que en mi caso lastró irrevocablemente la experiencia de enfrentarse al mayor desafío intelectual/existencial pergeñado por el escocés lisérgico hasta la fecha.

De todo ello se deduce que cuando leí “Los Invisibles” por primera vez, al ritmo que imponían sus avatares editoriales, no me enteré de prácticamente nada. Y es también por ello que, aprovechando las pasadas vacaciones navideñas en tierras gallegas, decidí ventilarme toda la serie de un tirón, en apenas un par de semanas, intentando interconectar todos sus devaneos argumentales como buenamente pudiese.


Poniéndonos en situación: “Los Invisibles” comienza con un conflictivo adolescente de Liverpool llamado Dane McGowan que es ingresado en un centro correccional experimental, Harmony House, tras prenderle fuego a su instituto y propinarle una paliza a su profesor de historia. A punto de ser lobotomizado y castrado por el personal docente del centro, Dane es rescatado por King Mob, líder de una célula terrorista que combate por la libertad intelectual y espiritual de la raza humana. Tras abandonar Harmony House, Dane comenzará, sin saberlo, su condicionamiento mental de cara a formar parte de Los Invisibles, un ejército en constante lucha contra la Iglesia Exterior, un poder primigenio ultradimensional que gobierna el mundo y oprime la autonomía y el espíritu creativo de la raza humana desde hace eones.

Dicho así, puede que el argumento de “Los Invisibles” parezca sencillo. No obstante, esto es sólo el andamiaje sobre el que Grant Morrison construye una suerte de obsesivo entramado ultrarreferencial en el que tienen cabida todas (y cuando digo todas son todas) sus obsesiones: ufología, magia del caos, orientalismo, drogas, psicodelia setentera, porno interdimensional, viajes en el tiempo, metalenguaje, terror lovecraftiano, paranoias orwellianas, drogas, vudú y chamanismo pre-colombino, budismo, hinduismo, cristianismo y satanismo, filosofía, ciencia-ficción alla Phillip K. Dick o J.G. Ballard, drogas, el concepto de hiperrealidad enunciado por Baudrillard, sadismo (y también el mismísimo Marqués de Sade como miembro de la Universidad Invisible), nanotecnología, física cuántica, drogas, super-héroes pulp y pelis de James Bond, todas las conspiraciones gubernamentales que uno pueda imaginarse (desde Roswell hasta la muerte de Lady Di) y un montón de sexo, drogas y rock’n’roll. ¿He dicho drogas? Porque hay muuuuchas drogas...


Por supuesto, todos estos temas podrían exponerse de una manera directa y (digamos) asequible para un lector medianamente despierto, pero lo cierto es que Morrison no está por la labor de poner las cosas precisamente fáciles. Por momentos, “Los Invisibles” ofrece una idea bastante aproximada de lo que podría haber sido “The Matrix” si la hubiese escrito William S. Burroughs y David Lynch la hubiese producido y dirigido como una serie de televisión de tres temporadas para la HBO.

Así pues, adentrarse en el estrambótico universo de King Mob (A.K.A. Gideon Stargrave, A.K.A. Kirk Morrison, A.K.A. el propio Grant Morrison en versión meta-ficticia) conlleva asumir desde un buen principio tres cosas:

1) Hay que estar muy atento a todo lo que en sus páginas se narra. Una viñeta, un diálogo o una referencia velada presente en el número 20 del volumen 1 puede ser totalmente imprescindible para comprender algo que tendrá lugar en el número 7 del volumen 3. O peor, al revés.


2) “Los Invisibles” no es una serie que pueda ser entendida al 100% de una forma literal. Si acaso, es una serie que puede ser intuida en un porcentaje bastante elevado de su totalidad.


3) Grant Morrison está como una puta regadera (pero de una forma rematadamente cool), lo que hará que en más de un momento las palabras “¿pero de qué cojones estás hablando?” se te columpien en la punta de la lengua.


Con todo, debo reconocer que esta relectura integral de “Los Invisibles” me ha hecho disfrutar una jodida barbaridad, y que ya estoy deseando volver a devorar sus 59 episodios otra vez más (aunque eso será después de que "El Asco", otro de los célebres desvaríos morrisonianos, tenga su segunda oportunidad). Además de haber atado un sinfín de cabos sueltos que en un primer momento habían escapado totalmente a mi radar, esta revisión me ha inculcado una sanísima curiosidad por rastrear sus cientos de referencias (tanto explícitas como implícitas) que con el tiempo enriquecerán, estoy seguro, mi valoración personal del trabajo de Morrison.

En el lado negativo (no todo podía ser bueno), es inevitable destacar la mediocridad de la plasmación visual y narrativa de la obra. Salvo honrosas excepciones (nombres como Frank Quitely, Sean Phillips o, por momentos, Phil Jiménez), la parte gráfica de “Los Invisibles” no deja de ser puramente funcional, sin aportar ese plus de creatividad y virtuosismo que una historia como la relatada sin duda exigía (me imagino esta serie dibujada en su totalidad por J.H.Williams III y me entran poluciones diurnas). Es por ello que, en una escala del 1 al 10 y a tenor de sus desmedidas pretensiones, “Los Invisibles” se revela como una obra que aspira a un 13 y se queda en un 8’5. Un notable alto, sí, pero quizás una calificación insuficiente para la obra que, en teoría, estaba destinada a abrir de par en par las puertas de nuestra percepción.

Pese a ello, sigue siendo uno de los tebeos más recomendables del fondo editorial del sello Vertigo y una de las 3 ó 4 mejores historias jamás escritas por Grant Morrison. Que no es moco de pavo.


(Ahora bien: yo sigo sin tener ni puta idea de qué son o qué representan El Arlequinado y el jugador de ajedrez. En fin…)