viernes, noviembre 19, 2010

(Abriendo paréntesis...

“Timing is the answer to success...”


Ante todo, nada de dramas.

Supongo que habréis deducido, y si no ya os lo digo yo, que escribir un blog con cierta regularidad conlleva un esfuerzo y una dedicación mayores que, por ejemplo, no hacerlo. Para un servidor, que relee cincuenta veces cada entrada antes de colgarla y que la relee otras cincuenta recién colgada para detectar faltas ortográficas y errores gramaticales e incluso pulir pequeños aspectos puramente estilísticos, ese esfuerzo y dedicación tienen un coste en tiempo. No pretendo daros pena, ojo. Me lo paso como un enano escribiendo aquí y, tal y como suele decir Fran G. Lara respecto a su propia bitácora, El Abismo lleva más de cuatro años siendo mi blog favorito de toda la cosa ésta de la internet, y confío en que continúe siéndolo durante muchos años más.

Lo que tal vez no sepáis es que las entradas que escribo para El Abismo existen previamente en un documento de Word donde aguardan a ser publicadas en la red. Normalmente opero con un margen de unas cinco o seis entradas inéditas. Así, cuando alguien lee aquí mi última actualización, en mi ordenador ya existe media docena de reseñas, rayaduras o paráfrasis pseudo-intelectualoides a la espera de tener su momento de gloria. Eso, ya digo, normalmente.

Ayer, por primera vez en mucho tiempo, ese margen se vio reducido a cero. Lo último que habéis leído en El Abismo es lo último que he escrito en mi sacrosanto documento de Word (bautizado como “Blog.doc”, por cierto). No es que no se me ocurran un millón de buenos (y malos) temas sobre los que verter mi impetuosa incontinencia literaria, pero debido a que además de ser blogger tengo una vida (¡sí, de verdad!) y una ocupación, he decidido hacer un pequeño paréntesis para descansar un poco de esto, solucionar un par de asuntos prioritarios y volver al Abismo con las pilas cargadas dentro de unas semanas.

Podéis tomároslo como unas vacaciones blogueras o, casi mejor, como un final de temporada, al estilo de esas series de televisión que tan fuerte vienen pisando desde hace un tiempo.

A la vuelta de este hiato me acompañarán unas cuantas reflexiones sobre “The Walking Dead” (tanto en su versión viñetística como catódica), “Miracleman” y “Comanche”, Bruce Springsteen, Queen, Herman Melville y el estreno en cines de “Tron: Legacy” y “Balada triste de trompeta”, además de esas listas tan apañadas sobre lo mejor del año que proliferan por la bloguesfera como setas sobre un nutritivo y fétido montón de mierda (ésta va por ti, Silvia, que sé que te había gustado la frase en su día) y que tanto me divierte elaborar.

Será, si todo va bien, a principios de 2011.

Hasta entonces esto se queda como está, perfecto para aprovechar y releer lo que ya hay publicado, que digo yo que siendo tanto (752 entradas, a estas alturas), algo habrá que merezca la pena, ¿no?. Yo seguiré pasándome, aunque de forma irregular, por mis blogs de visita obligada. Si no comento no será porque no me interese lo que lea, sino porque iré, estoy seguro, con el tiempo justo para echar una visual muy por encima y luego volver a lo mío, que ya digo que me va a tener la mar de ocupado.

Sólo espero que a mi regreso todavía haya alguien dispuesto a leer lo que sea que tenga que contaros. Éste nunca ha sido un blog con demasiados seguidores, pero lo cierto es que nunca he necesitado ni uno más para sentir que estaba siendo leído por la gente adecuada.

A todos vosotros, como siempre, gracias.

¡Nos leemos!

miércoles, noviembre 17, 2010

Doblan por ti

“Estaba violando el segundo mandamiento de los dos que rigen cuando se trata con españoles: hay que dar tabaco a los hombres y dejar tranquilas a las mujeres”

(“Por quién doblan las campanas”, Ernest Hemingway)



Decía el otro día, a cuento de mi descubrimiento del maravilloso álbum “Rain dogs” de Tom Waits, que la gran virtud que hace frente a la ignorancia es el hecho de ser consciente de lo ignorante que uno es. Como sé que alguno de mis lectores podría echarme en cara que versione tan alegremente a Sócrates (que no es tan malo como fusilar la Wikipedia, pero casi) sin aportar nada de mi propia cosecha, añadiré que hay otro factor que juega a favor del ignorante que quiere dejar de serlo: tener buenos camellos. Así, servidor sabe perfectamente de quién puede fiarse cuando se trata de descubrir nuevos comics, música, cine o series de televisión. Tengo, de hecho, más de un dealer para cada asunto, y generalmente aciertan de pleno con mis gustos y me dejan totalmente satisfecho con su mercancía.

En el caso de la literatura, mi principal proveedor es mi inseparable amigo Link (inseparable en más de un sentido, pues desde hace un tiempo compartimos piso... otra vez). A su buen juicio literario debo el inmenso placer de haber conocido (parte de) la obra de Julio Cortázar, Alessandro Baricco, Paul Auster, Thomas Mann o John Banville, por lo que sus recomendaciones son siempre tenidas todo lo en cuenta que uno buenamente puede. El último en sumarse a esta lista de pesos pesados de las letras gracias al buen criterio de Link (a veces también escrito Linc o Lync) ha sido Ernest Hemingway.


Un día, sin venir a cuento salvo por el hecho de que le apetecía hacerlo, Link/Linc/Lync me regaló un ejemplar de “Por quién doblan las campanas”. Por aquel entonces yo andaba enfrascado en la lectura de otra novela (creo que era, precisamente, una de Paul Auster), y desde entonces estuve, por h's o por b's, posponiendo mi desvirgamiento con Hemingway hasta hace relativamente poco. Reconozco que además me daba un poco de pereza, pues tenía la infundada idea de que Hemingway era, debido a su reconocimiento prácticamente unánime, un escritor denso y difícil. Estas cosas pasan: uno, movido por Kirby sabe qué razones, tiende a asumir que el cine en blanco y negro de los 50 es más aburrido (¡ha!), que la música pop de los 60 es más convencional (¡haha!), que los tebeos norteamericanos de los años 70 son más inocentes (¡hahaha!) y que los clásicos de las letras universales son un coñazo (¡bwa-hahahahaha...!) La lección que hoy debemos todos aprender, niños, es: no tengáis miedo a los grandes nombres de la literatura.

“Por quién doblan las campanas” (inspiración directa de aquel épico trallazo trash de Metallica) está escrito de modo conciso y directo, haciendo que su lectura sea siempre ágil, dinámica y terriblemente entretenida. El libro narra tres días en la vida de Robert Jordan, norteamericano voluntario en las Brigadas Internacionales que defendieron los ideales republicanos en la Guerra Civil española, durante los cuales debe planear y ejecutar la voladura de un puente decisivo para la ofensiva antifascista en compañía de una banda de partisanos que sobreviven en los bosques tras las líneas enemigas. Conocerá entonces a María, una joven traumatizada por la muerte de sus padres y los abusos sufridos durante la toma de su pueblo por parte de los Nacionales, y ambos se sentirán inmediatamente atraídos de forma mutua.


Más allá de un relato donde apenas acontecen (al menos hasta su tramo final) demasiados hechos determinantes, Hemingway presenta al lector una absorbente dinámica psicológica entre personajes complejos y realistas, plenos de motivaciones, miedos, anhelos y dudas. Seres que le dan vueltas en su cabeza, incansablemente, a la idea de una muerte inminente o a sus creencias políticas; que hacen repaso de su vida previa, sabedores de que todo puede írseles al carajo en el momento en que la dinamita haga saltar los pilares que sostienen ese puente que casi resulta un personaje más de la narración, ominoso y amenazador. El ambiente de camaradería, la complicidad entre los guerrilleros, traspasa entonces las páginas del volumen para hacer partícipe a un lector que traba sólida amistad con el viejo Anselmo, un buen hombre que desearía no tener que matar nunca a nadie; que desconfía de Pablo, antiguo líder venido a menos a causa de su alcoholismo y su descubrimiento del concepto de “propiedad”; que se enamora inevitablemente de María y vive intensamente cada uno de los escasos momentos que Jordan puede pasar a solas con ella, apurando cada palmo de piel hasta el romper de un nuevo día. Como ocurría con aquella maravillosa cabecera catódica de la HBO titulada “Hermanos de sangre”, el espectador/lector acaba por sentirse uno más en el grupo de valientes (y cobardes) que afronta la vida y la muerte como buenamente puede. Al igual que allí, aquí cada personaje es un mundo, parte de un universo aún mayor.

Pese a haber participado él mismo en la contienda engrosando las filas republicanas (lo cual podría haber motivado una ausencia de objetividad), Hemingway consigue en “Por quién doblan las campanas” evitar cualquier atisbo de parcialidad en la narración. En última instancia, todo hombre o mujer presente en el relato, participe en la contienda desde un lado o desde el otro, es una vida tan sagrada como la que más. Reduciendo el número de personajes hasta una cifra manejable (apenas una decena), el escritor consigue que cada muerte, se produzca ésta en el bando nacional o el republicano, se vea subrayada por un sentimiento de fatalidad, por un sordo eco de desgracia, haciendo espantosamente tangible la idea germinal del poema de John Donne que abre en paráfrasis la novela: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra.; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.”


“Por quién doblan las campanas” es, con todo merecimiento, una obra maestra de la literatura universal. Una harto entretenida, fácil de leer, imposible de dejar a medias. Más adictiva que el best-seller de turno y, desde luego, mucho más compleja, poética y enriquecedora que el ultimísimo (y pasajero) fenómeno editorial. Pero, sobre todo, es un libro que profesa un absoluto respeto por la vida y por la muerte. Nunca está de más que un tipo, ya sea un escritor o un buen amigo, aparezca de pronto en tu vida para recordarte que el auténtico, el único valor real de todas las cosas, sólo puede ser medido en base a la importancia de la vida humana.

Por ello: gracias, Hemingway; gracias, Link.

Y tú, ignorancia: chúpate ésa.

Fantasías animadas

Clicando en cada imagen, as usual:

martes, noviembre 16, 2010

Mis músicos favoritos: Radiohead (parte 2)

(Previously on “Mis músicos favoritos”...)



En el año 2000, tras el arrollador triunfo musical que supuso “OK Computer” y como si estuviesen siguiendo a pies juntillas aquella máxima de Corto Maltés que reza “siempre un poco más lejos”, Thom Yorke, Jonny y Colin Greenwood, Philip Selway y Ed O'Brien se reinventaron como banda una vez más para su cuarto álbum de estudio, abandonando totalmente las convenciones de la música rock para dar un salto de fe hacia el terreno de la electrónica. Dicho salto, que a muchos artistas les cuesta algunas de sus peores críticas (y no, no estaba pensando en Dover... ¿o tal vez sí?), condujo a los ingleses hasta uno de sus más sonados éxitos: “Kid A”. Claro que este disco no era el típico acercamiento tímido al género, sumando un par de sintetizadores y bleeps al estilo compositivo del grupo, sino una auténtica deconstrucción y recreación de su sonido de los pies a la cabeza.


Se dice que Thom Yorke estaba por aquel entonces deprimido a consecuencia del éxito de sus anteriores trabajos (otros se deprimen porque no pueden pagar la hipoteca o porque su señora los deja por un jardinero cachas veinte años más joven, pero ya se sabe cómo se las gastan las celebrities) y que las guitarras ya no le despertaban sentimiento alguno, por lo que convenció a sus amiguitos radiocabezudos para meterse de lleno en el fregao electrónico que Yorke ya había catado en sus años mozos como DJ. El resultado fue un álbum complejo, difícil en las primeras escuchas, plagado de letras inconexas y rematadamente experimental, que encumbró a sus artífices como banda (aún más) de culto y estandarte de una música pop (en el sentido de popular, no como subgénero) apta sólo para el público más exigente.


A mí personalmente me parece un disco maravilloso, pero reconozco que no es mi primera opción cuando quiero escuchar a Radiohead sin comerme demasiado el coco. “Kid A” debe ser apreciado en su conjunto, como una experiencia integral, y prácticamente ninguno de sus cortes es, por sí mismo, carne de hit. Lo cual no quita que sean composiciones asombrosas, como la introductoria “Everything in its right place”, “The National Anthem” (con unos metales alucinantes) o mi favorita del LP, “Optimistic”. La que más tirón comercial ha demostrado tener (tal vez por su idoneidad para ser remezclada como tema rompepistas) es “Idioteque”. El final, con la subyugante “Motion picture soundtrack”, se acerca más (tal y como adelanta su título) al estilo sonoro de los acompañamientos musicales cinematográficos que a todo lo que el quinteto de Oxford había facturado en su discografía precedente.


Este gusto por las composiciones para el cine ha tenido gran protagonismo en la trayectoria singular de Jonny Greenwood, quien posteriormente firmaría, al margen de sus compañeros, las bandas sonoras del documental dirigido en 2003 por Simon Pummell “Bodysong” (que no he tenido ocasión de ver, así que poco más puedo añadir al respecto) y de la sobresaliente película “There will be blood (Pozos de ambición)”, con la que Paul Thomas Anderson desempolvó en 2007 el legado del mejor Stanley Kubrick, regalándonos de paso unas interpretaciones memorables a cargo de Paul Dano y un histriónico y sobrecogedor Daniel Day-Lewis. La banda sonora de Greenwood estuvo a la excepcional altura de las circunstancias, aunque cualquier parecido con el sonido característico de Radiohead es pura coincidencia.


Volviendo a “Kid A”, resulta imprescindible mencionar una de sus curiosidades más célebres: si uno hace sonar el disco por duplicado en dos reproductores distintos con un desfase de 17 segundos, las distintas capas de sonido encajan perfectamente (incluso en los espacios en silencio entre corte y corte) ofreciendo una experiencia musical barroca y preciosista que se conoce como “Kid 17” o “Kid A 17”. Y, aunque esta versión puede localizarse fácilmente por internet ya mezclada, personalmente creo que tiene mucho más encanto hacer el experimento en casa, usando dos reproductores de audio en un mismo ordenador y ajustando los tiempos lo máximo posible hasta que los temas se solapen perfectamente (yo lo he probado y creedme: ¡funciona!). Inevitablemente (y como ha ocurrido con el coetáneo “Lateralus” de Tool que, según se dice, puede variar su significado dependiendo del orden en que se reproduzcan sus cortes), la anécdota ha contribuido a engordar todavía más la leyenda de un “Kid A” que ya es habitual encontrar en toda lista que se precie de “los mejores discos de la década”.


Menos suerte corrió “Amnesiac”, publicado en junio del año 2001 y cuyas canciones nacieron de las mismas sesiones de grabación en que se gestó “Kid A”. Entendido por parte del público como una suerte de álbum de descartes (cosa que la banda siempre ha desmentido), su repercusión se vio minimizada por el éxito del anterior trabajo de Yorke, Greenwood y compañía.


“Amnesiac” es el disco más inclasificable de Radiohead. Escuchándolo, uno puede fácilmente imaginar que los cinco músicos decidieron dar rienda suelta a sus ideas más arriesgadas sin pensar en cómo las recibiría el oyente, dejándose simplemente llevar por sus impulsos creativos y sin imponerse límites o condiciones. Sin llegar a la densidad de “Kid A”, lo cierto es que este quinto álbum de estudio siempre me ha parecido intrigantemente esquivo. “Amnesiac” es esa idea que intuyes sin comprender, como el misterio de la Santísima Trinidad o las paradojas visuales de Escher. Lo escuchas y te atrapa, pero difícilmente sabrías tararear sus melodías si el audio del disco no te acompaña al mismo tiempo. Tal vez por eso sea el LP más incomprendido y olvidado del grupo, pese a contener momentos tan inspirados como “Pyramid song”, ritmos sinuosos como el mantra sónico de “I might be wrong”, espacios para la introspección minimalista al más puro estilo Wim Wenders en “Hunting bears” o atmósferas tan inquietantes como la que se hace palpable, pese a su superficial “buenrollismo” (campanitas incluidas), en “Morning bell-Amnesiac”. ¿Soy yo el único al que ese lastimero “release me” le parece espeluznante?.


No obstante, es justo cuando uno cree que el disco ya ha demostrado todo lo que tenía que demostrar (a su particular manera) que aparece a modo de cierre el tema “Life in a glass house” (tal vez mi canción favorita de la banda) y el mundo se le pone a uno patas arriba. Desmarcándose del resto del álbum (y prácticamente de toda su discografía anterior), Radiohead entrega aquí un tema jazzístico absolutamente memorable, con una sección de vientos que quita el aliento y un Thom Yorke que parece no haber cantado mejor en su vida (ese “...only only only...” siempre me pone los pelos como escarpias). Por lo que a mí respecta, sólo por esta canción “Amnesiac” ya habría merecido (¡y cuánto!) la pena. Aún así, aconsejo cautela: este disco "hace bola", que diría Aaaaalan Moore.


Tras la inevitable gira de conciertos (en la que se grabaría su único directo oficial hasta la fecha, “I might be wrong”), Radiohead no tardaría demasiado en volver a encerrarse en el estudio para producir nuevo material. Así, en junio de 2003 vio la luz el que para mí es su segundo mejor disco (pese a que, lo asumo, muy poca gente vaya a compartir esta opinión). Se trata de “Hail to the thief”, un regreso a estructuras musicales algo más convencionales y un ejercicio de rock más directo que “Amnesiac”. Los Radiohead de “Hail to the thief” no son ya los muchachos con ganas de comerse el mundo que seis años antes habían publicado “OK Computer”, ni tampoco los músicos experimentales que buscaban una revolución sonora en cada imprevisible beat de “Kid A”, sino un híbrido entre ambos, capaces de crear melodías menos abstractas pero más contundentes, enriquecidas con la densidad sonora que su experiencia previa ahora les permite.


Surgen de esta combinación entre una y otra faceta composiciones tan apabullantes como “There there” (presencia indiscutible en mi top 10 de la banda), “2+2=5” (con esa brutal condena al oyente en el verso “you have not been paying attention”), el subidón progresivo y casi bakala de “Sit down, stand up”, “I will” (que consigue que a uno le bajen de golpe los niveles de concentración sérica de litio) o ese sobrecogedor fin de fiesta casi rapeado que recuerda en sus primeros segundos a la música de los videojuegos de 16-bits y que responde al título de “A wolf at the door”. Posiblemente “Hail to the thief” no sea el disco más redondo de Radiohead pero a mí, ya digo, es uno de los que más me gustan.


Tengo la impresión, no obstante, de que a Thom Yorke le quedaban aún muchas ganas de transitar los derroteros electrónicos tomados en “Kid A” y que el regreso a un sonido más indie-rockero no era su primera opción. Sólo eso explicaría la aparición en 2006 de su debut en solitario, “The eraser”, que ahondaba en el componente digital con que la banda había trasteado en esos primeros años de la década 2k, llegando incluso a coquetear con sonidos y ritmos propios del dubstep. No es éste un disco que me entusiasme. Pese a no estar totalmente desprovisto de interés, me parece más una colección de canciones que los otros cuatro integrantes de la banda no permitieron a Yorke introducir en alguno de sus álbumes que un proyecto con auténtica entidad. Mi opinión de “The eraser” puede ejemplificarse perfectamente atendiendo a dos de sus canciones más representativas: “Black swan”, un single de presentación que recuerda poderosamente (a mí al menos) al “Packt like sardines in a crushd tin box” con que se abría “Amnesiac”, y “Atoms for peace”, una propuesta sonora muy original que termina resultándome, por repetitiva, algo cansina. Lo mismo, ya digo, podría extrapolarse a todo “The eraser”: más de lo mismo y, cuando no, peor. Lo cual demuestra, claro, que Radiohead es bastante más que Thom Yorke.


El hiato discográfico de la banda duró hasta 2007, fecha de aparición de “In rainbows”, un disco que ha pasado a la historia de la música más por su revuelo mediático que por sus valores estrictamente musicales (que los tiene). La decisión de los integrantes de Radiohead de colgar el disco directamente en su web oficial y permitir su descarga a cambio de “la voluntad”, pasando olímpicamente de los canales habituales de promoción y distribución, fue un auténtico “¡zas, en toda la boca!” de su discográfica, EMI. Ésta decidió, a modo de lucrativa pataleta, responder entonces con la publicación de un “The best of” del que los miembros de la banda han abominado públicamente. Bien por ellos.


“In rainbows” no es uno de mis LP's favoritos de Radiohead. Contiene algunas canciones estupendas, como “Faust arp”, “15 step” o “House of cards”, y uno de los mejores temas que el quinteto de Oxford ha compuesto en toda su carrera, “Reckoner” (¡qué poco tardó Danger Mouse en tomarlo prestado para los directos de Gnarls Barkley!), pero el conjunto me parece algo disperso en comparación con casi todos sus demás discos. “In rainbows” funciona como conjunto de canciones, sí, pero carece de identidad propia como álbum. Ello, estoy casi seguro, se debe a que los temas que lo forman no son fruto de una misma etapa creativa, sino que habían ido surgiendo a lo largo de varios años (algunos ya habían sido presentados en directo con anterioridad en versiones primigenias y otros como el citado “Reckoner” datan del ya lejano 2001) y la banda decidió reunirlos todos en un mismo disco pese a que no exista una evidente continuidad sonora entre unos y otros. Con todo, “In rainbows” parece ser un álbum muy querido por la mayor parte de los seguidores de Radiohead, así que probablemente mi juicio sobre el mismo deba ser observado bajo el tan socorrido prisma de los gustos y colores.


“In rainbows” hizo su aparición hace más de tres años. Desde entonces la banda sólo ha hecho públicas un par de canciones nuevas, “Harry Patch (in memory of)” y “These are my twisted words”, tan diferentes entre sí (casi me atrevería a señalar que una es claramente greenwoodiense mientras que la otra es inconfundiblemente yorkiana) que poco ayudan a esclarecer cuál será el rumbo a seguir por el grupo en su próximo larga duración. Mientras Radiohead parecen inmersos en la grabación de ese nuevo álbum que no termina de llegar (su publicación se ha ido retrasando desde hace más de un año), su baterista Philip Selway ha aprovechado la aparente inseguridad del quinteto respecto a su nuevo material para sorprender a propios y extraños con el lanzamiento, hace apenas unas semanas, de su primer esfuerzo individual, el LP “Familial”.


Alejado del sonido sofisticado y sobreproducido cultivado por su formación de origen, Selway se manifiesta en este álbum como un compositor muy capacitado para un pop-folk acústico e intimista de una sensibilidad próxima a la de Simon & Garfunkel o la de unos Dark Captain Light Captain algo más pacatos que en su debut “Miracle Kicker”. Curiosamente, la percusión adquiere en “Familial” un rol casi anecdótico, cediendo todo el protagonismo a guitarra y voz. Temas tan deliciosos como el single “By some miracle”, “Falling” o “Broken promises” vienen a demostrar que la genialidad de Radiohead no reside solamente en sus miembros más visibles: a mí, de hecho, “Familial” me gusta mucho más que el debut en solitario de Thom Yorke.


Sea como fuere, lo que parece claro es que Radiohead es un auténtico hervidero de creatividad y eclecticismo: un grupo alimentado por la sinergia compositiva de cinco tipos geniales (y un sexto, ese productor Nigel Godrich que es prácticamente un miembro más de la banda) motivados únicamente por las ganas de hacer buenas canciones. Y mientras el mañana todavía aguarde expectante la aparición de sus nuevos frutos musicales, sus seguidores tendremos todos los motivos del mundo para estar ilusionados.

domingo, noviembre 14, 2010

La ciudad

Dices «Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo mis ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí».
No hallarás otra tierra ni otra mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques
-no hay-,
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.


[Mientras N. espera a que j. (minúscula) tome una decisión definitiva para enviarle eso que se comprometió a enviarle pero que aún no ha podido decidir, permitidle al menos que comparta con vosotros el regalo que ella le hizo. Uno de esos que no tienen ni dueño ni precio: un poema. Su autor es Constantino Cavafis y se titula "La ciudad".]

Pared o espada

Sabrán los habituales de este blog que servidor no suele dedicarle mucho (prácticamente nada) de su espacio a la política (ni nacional ni internacional). Esto sucede principalmente por dos razones. La primera es que no me considero capacitado para hacer reflexiones realmente interesantes sobre el tema. La segunda, que probablemente todo lo que yo pueda decir, alguien lo habrá escrito ya antes y, con certeza, mucho mejor.

Es el caso de este artículo de Javier Marías que he leído hoy en la versión impresa de "El País Semanal" y cuyas palabras suscribo al 100%. Se titula "Suerte que no votamos mañana".

No diga "friki", diga "posmoderno"

Pese a mi evidente juventud, muchas cosas han cambiado en nuestra sociedad desde los días de mi infancia. Una de las que más me llaman la atención, en el terreno cultural, es la integración de los videojuegos en la vida diaria de millones de personas. Cuando yo tenía 10 años ninguno de los demás niños de mi clase tenía consola. Yo acababa de estrenar mi flamante Super Nintendo (¡el “cerebro de la bestia”!) y pasaba con mi hermano las tardes del fin de semana (de lunes a viernes teníamos vedado su uso, no fuera a interferir en nuestras obligaciones estudiantiles) dándole caña al “Street Fighter II”, el “Super Mario World” o -ay- mi añorado “Super Castlevania IV” (en cuanto pise Galicia y me enchufe al “Lords of Shadows” de la X-Box 360 vais a perderme de vista durante una buena temporada, jur jur jur). El caso, en fin, es que por aquel entonces yo ya era, en mi entorno más inmediato, lo que se conoce como un friki. Oh, la palabra aún no se había popularizado, claro, pero el concepto era básicamente el mismo: una persona que debido a sus gustos no encaja dentro del (mal entendido) concepto de normalidad de sus semejantes.


Conste que yo nunca me he sentido especialmente friki. Tampoco entiendo la necesidad de establecer una suerte de orgullosa militancia al respecto. Me gusta lo que me gusta y trato de disfrutarlo sin complejos, pero no creo que eso me acerque más, humanamente, a otras personas que también encuentren atractivos medios como el comic, el cine o la música. Sólo son aficiones, compartidas por más o menos gente. Puestos a establecer etiquetas innecesarias, prefiero que se me considere “un tío con inquietudes de lo más diversas”. Y, lo que es más, lo que hoy se antoja reducto de unos pocos (ejem) “visionarios culturales”, mañana puede ser opio para las masas. El caso de los videojuegos, la industria del ocio con mayores ingresos del mundo hoy por hoy, superando ampliamente a la música y el cine (¡juntos!), es un perfecto ejemplo de ello.


Otro tanto sucede, aunque en menor medida, con el boom del tebeo japonés. Cuando yo empecé a leer mangas, a principios de la década de los 90, aquello era el súmmum de lo raruno. Tanto, que la mitad de las cosas que me interesaban tenía que encargárselas a mi primo Mon, que acababa de mudarse a Madrid, porque al kiosco de mi pueblo apenas sí llegaban la serie blanca de “Dragon Ball” y las primeras miniseries de Viz Comics. Hoy en día, no obstante, los festivales de comic son auténticos hervideros de fanáticos del manga que acuden tan campantes disfrazados como los protagonistas de “Naruto”, “Bleach” o “Death Note” y se saben las letras (¡en japonés!) de los openings de sus animes favoritos.


(Por cierto, y sólo para que conste: en ninguno de los salones del comic en los que he estado JAMÁS me he encontrado cosplayers como las de la foto)

Pensaréis: “¿a dónde quieres ir a parar con todo esto, Jero?” Oído, cocina: al grano.


Hace 17 años, cuando yo era uno de los dos niños de la pequeña villa de Pontedeume que leía mangas y flipaba con su consola de 16 bits, el estreno de una película como “Scott Pilgrim contra el mundo” era total y absolutamente inimaginable. Los referentes culturales esgrimidos por la cinta de Edgar Wright (adaptación del tebeo de Bryan Lee O'Malley del que ya hablé hace un tiempo en este blog) aún no habían sido aceptados popularmente, por lo que, básicamente, de haberse estrenado entonces nadie la hubiese entendido.

“Scott Pilgrim contra el mundo” es una peli rematadamente friki, sólo apta para menores de 35 años o mayores acompañados por un adolescente.


Su argumento, que traslada el del comic a la gran pantalla con una fidelidad encomiable pero sin caer en la confusión entre códigos narrativos (Zack Snyder y Robert Rodríguez deberían tomar papel y boli y coger apuntes de la lección que Wright aquí les ofrece), presenta a un veinteañero llamado (efectiviwonder) Scott Pilgrim que toca el bajo en una banda de rock cutre y que acaba de iniciar una relación sentimental con una colegiala china de 17 años algo pardilla llamada Knives Chau. No obstante, su vida dará un vuelco cuando conozca a Ramona Flowers, la chica de (literalmente) sus sueños. El problema es que para poder salir con ella deberá no sólo arreglar su situación actual con Knives, sino vérselas con el turbulento pasado de Ramona, que incluye a siete ex novios dispuestos a hacerle la vida imposible.


“¿Qué tiene eso de friki?”, os estaréis preguntando ahora. El hecho, mis incrédulos (y escasos) lectores, es que tras esta vulgar trama romántica de chico-conoce-a-chica se esconde una bizarra fusión de géneros tan dispares como las artes marciales, la comedia surrealista, el cine fantástico más improbable y (oh, sí) el musical. Nunca puede faltar el musical. Todo ello sazonado con onomatopeyas al estilo de la serie televisiva de “Batman” de los 60 (inciso: he aquí una pequeña alegría para pornófilos nostálgicos) y un lenguaje audiovisual directamente heredado del anime nipón y los videojuegos. Reconozco que ya sólo por eso “Scott Pilgrim contra el mundo” se habría ganado el derecho a ser disfrutada sin complejos por parte de un servidor.


Por suerte, la película ofrece además contundentes valores cinematográficos: su reparto cumple holgadamente con los parcos requisitos dramáticos que la trama exige, la dirección es ágil y está plagada de recursos visuales sorpredentes y el ritmo narrativo explota de forma audaz el habitualmente esquivo tempo del gag cómico (siempre he creído que se tiende a infravalorar la capacidad de un buen realizador para planificar temporalmente un sketch audiovisual). Añadiendo a la receta unos títulos de crédito hipnóticos, unos deliciosos flashbacks dibujados por el propio O'Malley, unas gotitas de metalenguaje (la escena alla sit-com es toda una sorpresa) y uno de los mejores ejercicios de montaje que he visto en sala grande este 2010 (compitiendo, al respecto, con pesos pesados como “La red social” o “Inception”), comprenderemos que, más allá de su atractivo estrictamente subjetivo (ese carro de nostalgia friki del que antes hablaba), “Scott Pilgrim contra el mundo” es, simple y llanamente, una película muy recomendable.


Con todo, es preciso rebuscar en el baúl de la imparcialidad para no dejarme en el tintero, cegado por su conexión directa con las filias de aquel niño de 10 años que un día fui, algunos pequeños defectos que resulta inevitable mencionar: la cinta se alarga excesivamente en su tramo final, donde las peleas estilo beat'em up se suceden infatigablemente bordeando la saturación (7 ex-novios malvados no parecen demasiados para un tebeo de 1.000 páginas, pero para 110 minutos de celuloide tal vez sean excesivos); el final carece del impacto emocional que sí tenía en el comic (después de todo lo visto, la última escena me resultó algo fría), y Michael Cera y Jason Schwartzman, pese a su obvio magnetismo en pantalla, no son los Scott Pilgrim y Gideon Graves de los comics. Esto no es tanto un defecto en sí mismo como una pequeña apreciación: son otros, tal vez no mejores ni peores, pero sí diferentes.

De todos modos, cualquiera de estos mínimos “peros” queda eclipsado por el descacharrante cameo de Thomas Jayne, los cínicos diálogos de Wallace (el compañero de piso gay de Scott, interpretado por Kieran Culkin) o todos los inesperados añadidos (e inteligentes recortes, algo casi igual de importante) que Wright ha hecho al material de partida.


No puedo dar por concluida esta entrada sin mencionar un hecho fundamental para el buen disfrute de “Scott Pilgrim contra el mundo”. Si vais a verla, hacedlo en versión original subtitulada. Yo la vi doblada en el cine y luego me hice con una copia en inglés (con buena calidad: debido al inexplicable retraso con que se ha estrenado en nuestro país, en EE.UU. ya han tenido tiempo de sobra para editarla en DVD y Blu-Ray) y la diferencia es abismal. No quiero cargar contra la ingrata labor de traducir un libreto tan repleto de juegos de palabras y gags verbales, pero lo cierto es que la mitad de las coñas se pierden en la traducción (¿"Peque Neil"?, ¡por dios!). Yo, que siempre he defendido el visionado en cines antes que cualquier forma de piratería indiscriminada, abogo esta vez (dada la no disponibilidad de copias en V.O.S. en las salas de Madrid y, asumo, de prácticamente toda España) por la utilización de otros canales para su disfrute. “Scott Pilgrim contra el mundo” bien lo vale.

miércoles, noviembre 10, 2010

Encantado de conocerle

“Outside another yellow moon
Punched a hole in the night time, yes
I climb through the window and down to the street
I'm shining like a new dime
The downtown trains are full
With all those Brooklyn girls
They try so hard to break out of their little worlds

Now you wave your hand and they scatter like crows
They have nothing that will ever capture your heart
They're just thorns without the rose
Be careful of them in the dark
Oh, if I was the one
You chose to be your only one
Oh, baby, can't you hear me now?
Can't you hear me now?

Will I see you tonight
On a downtown train?
Every night is just the same
You leave me lonely now
(...)”


[Tengo un defecto terrible y una gran virtud. El defecto es que soy un ignorante. La virtud es que lo sé. Por eso le dije un día a mi padre: “papá, tengo ganas de ponerme con Tom Waits, pero el tío lleva tantos álbumes editados que no tengo ni idea de por dónde empezar.” Mi padre apenas tuvo que pensárselo: “escucha “Rain dogs”. Lo tengo por ahí, entre los vinilos. Ya verás, “Downtown train” te va a encantar”. Y acertó de pleno, claro: pedazo de trozo de cacho de disco.]

[Encantado de conocerle, Sr. Waits. Bienvenido a mi vida.]

Bloger Deniro

Descubro gracias al blog de Pepo Pérez (y éste a su vez gracias a Entrecomics) el delirante Bloger Deniro, donde se pueden encontrar cosas como:


Y ojito con las sugerencias que dejan los visitantes en cada entrada. Lo de "Lehendakari Grant" o "Meryl Streep Fighter" es muy grande...

martes, noviembre 09, 2010

Mark Millar: el hombre que quería molar

Hace unos años el guionista Mark Millar escribió uno de sus mejores trabajos hasta el día de hoy bajo el título de “The Ultimates”. El tebeo era una revisión bajo un prisma actual y sin ataduras con la continuidad del super-grupo por excelencia de la editorial Marvel Comics, los Vengadores. Formando tándem creativo con el espectacular dibujante Bryan Hitch (apoyado en las tintas por Andrew Currie), Millar logró una gran repercusión entre el fandom y, lo que es más, dejó para los anales un tebeo de super-héroes argumentalmente sólido, con personajes bien desarrollados y, sobre todo, rabiosamente divertido.


Bajo el amparo literario de Millar, los Ultimates vivieron dos grandes aventuras en sendas series limitadas de 13 números y, cuando el escocés abandonó el timón de la nave para seguir trayendo nuevos aires al resto del universo Marvel (en cabeceras como “Lobezno”, “Fantastic Four” o “Kick-Ass”), su relevo a los mandos, el inefable (pues su éxito como guionista es incomprensible) Jeph Loeb, pergeñó un engendro denominado “The Ultimates 3” que tiró por la borda (por seguir con el símil marítimo) el buen trabajo de su predecesor. Tras la conclusión del crossover “Ultimatum”, canto del cisne de Loeb en el universo Ultimate, el editor jefe de Marvel Joe Quesada debió suplicarle a Millar que (porfavorporfavorporfavor) volviese a tomar posesión de los Ultimates para, en la medida de lo posible, reconducir el barco sano y salvo hasta puerto seguro, intentando que los lectores olvidasen por el camino el mal trago que Loeb les había hecho pasar.


Para este regreso anunciado a bombo y platillo se optó por un cambio de título (“Ultimate Avengers”; “Ultimate Vengadores” en nuestro idioma) y la presencia de un dibujante diferente para cada arco argumental. Es ahora, recién publicados por Panini en nuestro país los seis primeros números de la nueva colección (en tres cuadernillos dobles de 48 páginas), que el lector español puede juzgar convenientemente si el regreso de Mark Millar a la serie Marvel más importante de la última década ha sido todo lo satisfactorio que debiera.


El primer ciclo argumental de “Ultimate Vengadores” comienza con el regreso de Nick Furia (de donde quiera que Loeb lo hubiese mandado durante el fatídico “Ultimatum”) para hacerse cargo, por petición de la nueva dirección de S.H.I.E.L.D., de un sucio asuntillo que tiene mucho que ver con el pasado del Capitán América, que involucra a la malvada versión ultimatizada de Cráneo Rojo y que no debe salir a la luz pública bajo ningún concepto. Para interceptar esta nueva amenaza, Furia (y por consiguiente Millar) improvisará un equipo de black ops formado por un desconocido (en cualquier continuidad marvelita) hermano de Tony Stark, unas nuevas Viuda Negra y Avispa, la versión ultimate de Máquina de Guerra y un friki con los poderes de Hulk que responde al originalísimo nombre de Hulk friki y que intentarán, liderados por ese Ojo de Halcón que ya nada tiene que ver con el que aparecía en los dos primeros volúmenes de “The Ultimates”, impedir que Cráneo Rojo lleve a cabo sus planes y que el Capitán América descubra el terrible secreto de S.H.I.E.L.D. Pero el Capi lo descubre, claro, y la lía parda.


Espectacularmente narrado por Carlos Pacheco, pese a que sus lápices hayan sufrido un inconveniente entintado obra de Danny Miki, la primera saga de “Ultimate Vengadores” ofrece cantidades industriales de acción, mala baba “Millar-style” y diálogos chispeantes (la mención a la polémica “A de Francia” supone quizás el momento más divertido de estos seis números), pero se viene argumentalmente abajo por la incapacidad del escritor escocés para evitar sus lugares comunes favoritos.


Así, tenemos una alineación de versiones oscuras de los Vengadores que parece directamente sacada de las páginas del primer arco argumental escrito por Millar para “The Authority”. Nos encontramos, de nuevo, con un Capitán América perseguido por S.H.I.E.L.D., al igual que en las páginas de “The Ultimates 2”. El mismo Capitán América que, por cierto, parece tener una inexplicable afición a estrellar aviones de guerra contra sus enemigos (como en las últimas páginas del primer volumen de “The Ultimates”). Y, lo que es peor, nos damos de bruces contra un final de saga que parece un mal calco del combate que los chicos de The Authority mantuvieran con el Doctor renegado en la segunda saga que Millar guionizó para la serie de WildStorm, y que ya era, qué curioso, una copia algo descafeinada de la que es, para un servidor, la mejor pelea de super-héroes de todos los tiempos: la del número 15 del “Miracleman” de Alan Moore. Todo ello culminado, además, con un par de giros finales que chocan con lo que el lector sabía hasta el momento sobre los protagonistas, acentuando esa sensación bastante inequívoca de que Millar pretende únicamente ser tope cool: escribir escenas molonas, macarras y epatantes, aunque éstas vayan en contra del desarrollo lógico de personajes y argumento.


Todo esto contribuye, pues, a que “Ultimate Vengadores” se postule como un tebeo de pijamas palomitero y divertido, a años luz de la excrecencia con la que Jeph Loeb inundó el universo Ultimate, pero también muy por debajo de los mejores momentos que Millar nos regaló en su primera etapa al frente de estos modernizados Vengadores. Que nadie le eche la culpa a la ausencia de Bryan Hitch, pues ya digo que Pacheco cumple con buena nota. Es Millar, y sólo Millar, el responsable final de que el nuevo título no alcance los niveles de satisfacción que parecía destinado a ofrecer.


Por desgracia, los dibujantes anunciados para los dos siguientes arcos argumentales son el irregular Leinil F. Yu y el anti-épico (no sé cómo le dejan dibujar super-héroes) Steve Dillon, con lo que no parece que la cosa vaya a mejorar, precisamente...

martes, noviembre 02, 2010

El factor nostalgia

“(…)
And in the burst of light that blinded every angel
As if the sky had blown the heavens into stars
You felt the gravity of temper grace falling into empty space
No one there to catch you in their arms
Do you feel cold and lost in desperation
You build up hope but failiure's all you've known
Remember all the sadness and frustration
And let it go, let it go
(…)”


[A veces uno se pregunta por qué sigue dándoles oportunidades a algunos grupos. En el caso concreto de Linkin Park, yo creo que es porque en un momento dado representaron para mí algo más que una simple preferencia musical; porque su debut “Hybryd theory” (un disco estupendo, independientemente de todo lo que viniera después) estuvo muy presente en una época especialmente destacada de mi adolescencia y desde entonces no he podido dejar de tenerles cierta simpatía. Aún hoy, si escucho temas como “Papercut” o “In the end”, una parte de mi cerebro vuela hacia un pasado no tan remoto para traerme de vuelta aquellos días en los que todo parecía tener más sentido. Igual que le ocurrirá, supongo, al heavy cuarentón que aún escucha el “Slippery when wet” y vuelve a sentir las mismas emociones que daban alas a su corazón en 1986. Hasta ahí, asumo, todo correcto. Ahora bien: diez años han pasado ya desde “Hybryd theory” y nada parece justificar la presencia en mi iPod de “A thousand suns”, cuarto LP de la banda californiana (si excluimos el disco de remezclas “Reanimation”). Honestamente, no me molesta demasiado que ahora recuerden más a los Black Eyed Peas (con Chester Bennington ejerciendo de Fergie a tiempo completo) que a aquellos Limp Bizkit o Papa Roach con los que compartieron el pistoletazo de salida del nu metal. Tampoco que alguno de sus nuevos temas parezca una colaboración entre 30 seconds to Mars y Chimo Bayo (de hecho “The catalyst”, contra todo pronóstico, me gusta). Lo que me repatea es que “A thousand suns” se suba de forma oportunista al carro de lo conceptual (con sus canciones cucamente enlazaditas sin interrupciones y sus intros, interludios y outros bien diseminados a lo largo del disco para engordar el tracklist) para disimular malamente el triste hecho de que no hay en todo el álbum más que un par de canciones que puedan ser escuchadas sin ruborizarse. La mejor, sin duda, es esta “Iridiscent” cuyos versos encabezan la entrada. El resto, “The catalyst” aparte, es todo paja.]

[Lo más curioso es que, a pesar de lo dicho, uno siga queriendo verlos en directo cualquier día de estos...]

Abarcar y apretar

Siempre me han dado repelús los famosos que quieren abarcar más de lo que son capaces de apretar. Saber del nuevo disco de Scarlett Johansson o de las incursiones cinematográficas de Jorge Lorenzo hace que me siente rematadamente mal la comida. Hay casos, sin embargo, en los que el pluriempleo de la celebrity de turno no produce monstruos sino alegres descubrimientos. No hay más que echar un ojo a la filmografía del viejo Clint, actor discreto en sus inicios (sabíamos que tenía carisma y que llenaba la pantalla con su mirada de serpiente, sí, pero aún quedaba mucho para convencernos de su talento interpretativo real), que luego se ha revelado mejor director que figurante. Algo parecido ocurre con Mel Gibson, mucho más interesante últimamente en su faceta de realizador que como rostro en pantalla (polémicas racistas/machistas aparte, claro). Y qué decir de Charles Laughton, más recordado como actor de prestigio que como director, pese a haber firmado uno (y desgraciadamente sólo uno) de los títulos capitales del Séptimo Arte: “La noche del cazador”.

Debemos suponer que esa clase de confirmación detrás de las cámaras es la que persigue Ben Affleck con su aún escasa trayectoria como director. No he visto “Adiós, pequeña, adiós”, ópera primera que me ha venido muy recomendada por algunos conocidos pero que me produce una pereza mortal, así que toda mi opinión sobre su trabajo como realizador se basa en el reciente visionado de “The Town”.


Para este segundo film, Affleck se ha decidido por una heist movie basada en el libro “Prince of thieves” de Chuck Hogan (el mismo que había colaborado con Guillermo del Toro en la escritura de la novela “Nocturna”). El argumento de la cinta presenta a un grupo de expertos ladrones de bancos que se han criado juntos en Charlestown, un barrio de Boston célebre por el número de criminales salidos de sus calles. En uno de sus golpes, el cabecilla del grupo de atracadores, Doug MacRay, conocerá a Claire, directora de la sucursal objeto de robo, y a partir de ahí, como dictan las más elementales reglas del cine comercial, todo será un no parar de complicarse las cosas.


Y es que, desgraciadamente, “The Town” transita casi religiosamente, como si fuese una obligación autoimpuesta, los más trillados senderos del cine de polis y cacos, tomando la fascinante “Heat” de Michael Mann como principal referente. Así, tenemos por un lado al ladrón que quiere dar un último golpe y cambiar de vida en compañía de su chica; a la chica honrada e inocente, ignorante del “fregao” que su nuevo machacante se trae entre manos; al agente de la ley que persigue a nuestros atracadores, un tipo íntegro pero implacable que hará todo lo que esté en su mano por echarle el guante a nuestro no-tan-mal-tipo protagonista; también, al mafioso del barrio que no permitirá que el chico de la película cambie de vida y le deje sin su principal hombre de campo; y finalmente, como no podía ser de otro modo, al conflictivo mejor amigo, drogadicto y pendenciero, cuyo violento comportamiento traerá a Doug por la calle de la amargura. ¿Me dejo algo en el tintero? Pues sí: el padre condenado a perpetua del cual el hijo aprendió los secretos del oficio. Bien, vale, entonces ya está todo. El lote completo.


La gélida fotografía en tintes azulados, la banda sonora a golpe de rítmica percusión y el montaje vibrante recuerdan también al cine de Mann y, por qué no, a “El caballero oscuro” (el primer atraco que se nos muestra en “The Town” parece una suavizada réplica del prólogo de la cinta de Nolan). Todo correctísimo, ojo, a veces incluso llegando a generar auténtico disfrute (la persecución automovilística está muy bien resuelta y además supone el punto de inflexión a partir del cual la cinta remonta un poco el vuelo), pero sin despegarse nunca de esa insistente y a ratos molesta sensación de déjà vu.


En un flagrante error de casting, debido posiblemente a la egolatría del realizador, Affleck se reserva para sí el papel principal de la película, chupando tanto plano como sea posible y poniendo cara de profundo mientras declina sus frases. El resultado es casi tan malo como de costumbre y su deficiente interpretación se ve sólo superada por la de Rebecca Hall (que nunca recuerdo si era Vicky, Cristina o Barcelona en el publirreportaje turístico de Woody Allen). Los secundarios cumplen con mayor holgura, desde luego. Jeremy Renner (recién llegado a la fama por su papel protagonista en “En tierra hostil”) convence como marrullero mejor amigo de Affleck; Chris Cooper y Pete “Kobayashi” Postlethwaite pasaban por allí (que diría Aute) y la televisiva Blake Lively (“Gossip Girl”) cumple sin aspavientos como la choni de barrio que buscará desesperadamente en Doug un padre para su Andreita (cómete el pollo).


A mí, con todo, el que me da más pena es el pobre Jon Hamm. El carismático “mad man” se esfuerza lo indecible por hacer creíble un personaje más plano que el papel higiénico y entrega un agente del FBI tan impersonal y arquetípico como, y esto es mérito exclusivamente suyo, atractivo y simpático. Le pasa un poco lo que a Christian Bale en “Enemigos públicos”: su rol está completamente vacío de connotaciones, carente de tonalidades de gris. No es un hombre, es un objetivo. Y el papel se resiente, inevitablemente.


Terminada la película, mientras las luces de la sala vuelven a encenderse y tus acompañantes ultiman un sonoro bostezo, se te queda en el cuerpo instalada una valoración muy precisa del trabajo de Affleck: buen director, guionista mediocre (sí, también firma el guión, en compañía de Peter Craig y Aaron Stockard), actor intragable.


Las buenas noticias son que algún día conseguirá entregar una película estupenda, no me cabe la menor duda. Será, claro, sobre un pulido guión ajeno y restringiendo la presencia del ex de J-Lo (otra que también...) a un solo lado de las cámaras. Pero llegará. Las malas noticias son que “The Town” no es más que un pálido reflejo de lo que el Affleck realizador podría llegar a conseguir si decidiera abarcar solamente aquello que es capaz de apretar.

Si lo sé, me espero al DVD.