miércoles, marzo 30, 2011

Zack y sus muñecas

Cuando era pequeño me encantaba jugar con muñecos. Nunca me interesaron los coches (tampoco ahora me seducen lo más mínimo), así que la práctica totalidad de mi colección de juguetes estaba formada por héroes de acción artículados: superhéroes de Marvel y DC, G.I.Joes, Legos, Playmobiles, He-Mans (no tengo muy claro si He-Man hace el plural en He-Men, They-Man o They-Men), Bestias de Combate, Tortugas Ninja... Las aventuras que ideaba para mis personajes nunca tenían nada que ver con el universo del que procedían esos muñecos, sino que, como el Andy de "Toy Story", yo les cambiaba su nombre y su historia personal y los hacía interactuar entre sí sin importarme que unos fueran Transformers y otros Action Man (¿Action Men?). Se trataba de un crossover constante donde Batman podía ser un alienígena domador de dinosaurios (tenía muchos dinosaurios, me encantaban los dinosaurios) que debía desafiar al malvado emperador Skeletor en unos juegos de gladiadores interdimensionales. Todo valía y nada quedaba fuera porque mi imaginación podía abarcarlo todo y darle, de algún modo indescriptible, una coherencia que a mí me parecía perfectamente legítima. Lo que pasa es que resultaba terriblemente difícil jugar con otros niños. Las reglas de mi universo imaginario sólo valían dentro de mi cabeza y la lógica que los demás intentasen aplicar a las aventuras de mi Batman-alienígena-domador-de-dinosaurios chocaba frontalmente con todo lo que yo sabía sobre ese mundo ficticio que constantemente se reinventaba en mi imaginación. No me preocupaba demasiado, claro: siempre he preferido jugar solo y nunca me ha importado que los demás no entendiesen el argumento de mis fantasías. Si se aburrían, allá ellos. Yo me lo pasaba teta piruleta y eso era lo único relevante.


Estoy seguro de que Zack Snyder tenía, como un servidor, un rico universo interior cuando era niño. Probablemente cogía las Barbies de sus hermanas, ataviadas con ridículas minifaldas de colegialas, les ponía las katanas de sus muñecos ninja y las hacía combatir contra soldados zombie y dragones de fuego. Yo lo habría hecho si hubiese tenido Barbies a mano. Claro que de ahí a creer que una ficción infantil tan inconexa justifica por sí sola una película va un abismo: una cosa es buscar tu propia diversión y otra muy distinta que tus fantasías estén destinadas a un público.


Movida por el moderado éxito comercial de sus anteriores películas (“Amanecer de los muertos” tuvo buena acogida y 300” fue un sonoro taquillazo, pero “Watchmen” tuvo unos números bastante discretos) y el favor de una sección muy ruidosa (sobre todo en internet) del público, la Warner debió pensar que ya era hora de quitarle el bozal al perro y permitir que Snyder hiciese en su siguiente película lo que le diese la real gana. Éste, ni corto ni perezoso, escribió un libreto mínimo plagado de sus más incoherentes fantasías frikis y lo plasmó sin ningún tipo de contención en 110 minutos de celuloide que responden al título de “Sucker Punch”.


El argumento de la cinta nos sitúa en la década de los 50 y presenta a Babydoll, una muchacha de 20 años que, tras la muerte de su madre, es ingresada en un hospital psiquiátrico por su padrastro con la intención de que le sea realizada una lobotomía. Ante la perspectiva de la inminente intervención, la chica vive una fuga psicogénica que la sumerge en una doble ficción que reinterpretará, por un lado, el manicomio como un burdel dirigido por un peligroso proxeneta y, por el otro, la llevará a imaginar sangrientos enfrentamientos (katana en mano) con orcos, dragones, zombies nazis y robots futuristas. La verdad es que, dicho así, el mejunje parece bastante atractivo. El problema es, me temo, todo lo demás.


Partiendo de un reparto muy limitado desde el punto de vista interpretativo (los secundarios Oscar Isaac y Carla Gugino cumplen, sí, pero la pandilla de jovencitas protagonistas apenas luce palmito y se mueve por la acción como pollo sin cabeza) y una puesta en escena de estética hueca y recargada (algo que ya lastraba las adaptaciones de “300” y “Watchmen”), Snyder pone de manifiesto sus limitaciones narrativas al desarrollar sin ritmo ni emoción un videoclip estructurado por fases, como si de un shoot'em up consolero se tratase. La búsqueda de los cinco objetos que permitirán a las chicas fugarse del manicomio/burdel se torna repetitiva y está ultra-saturada de acción efectista, pero jamás logra hacernos vibrar o conmovernos. El espectador es incapaz de sentir siquiera un atisbo de empatía por las cinco jóvenes jamonas que se pasean ligeritas de ropa por unos decorados digitales que apestan a croma-key y a filtro de color por todos lados (perfectos para el fondo de escritorio de tu PC, pero poco o nada creíbles como escenario de una historia que se presupone psicológica y personal).


Acaso se salvan del desastre un desmadrado Scott Glenn ejerciendo de Charlie (el de los Ángeles de Ídem, aunque con obvio deje al Bill tarantiniano) y soltando frases de galleta china de la suerte, y las curiosas (por inesperadas) versiones de grandes temas de la música pop (“Sweet dreams” de Eurythmics, “Where is my mind” de los Pixies o “Tomorrow never knows” de los Beatles) que aportan algo de salero a una banda sonora que también incluye bodrios como un sacrílego mash-up rapero de “I want it all” y “We will rock you” (ambas de Queen). “Sucker Punch” es una película deslabazada, arrítmica, obvia, que no se toma en serio a sí misma hasta que se pone vergonzosamente profunda, incoherente, artificial, artificiosa y rematadamente hortera: Zack Snyder jugando con sus muñecas mientras el público se aburre soberanamente y mira el reloj pidiendo la hora. Espero que al menos él se lo haya pasado teta piruleta pariendo este engendro.


Miedo me da lo que pueda hacer este tío con mi icono infantil por antonomasia...

jueves, marzo 24, 2011

Contemplando el muro: "The Wall" en la gran pantalla

"(…)
I turned to look but it was gone
I cannot put my finger on it now
The child is grown
The dream is gone
I have become comfortably numb”

(“Comfortably numb” de Pink Floyd)

-

Tres años después de la publicación de “The Wall”, el doble álbum de unos Pink Floyd en plena desbandada (Richard Wright abandonó durante la grabación del disco, David Gilmour y Nick Mason cimentaban ya una carrera en solitario paralela a la banda y sólo Roger Waters parecía estar implicado al 100% con el grupo), la adaptación cinematográfica con la que Waters fantaseaba durante la composición del doble LP llegó a las salas de proyección firmada por Alan Parker, conocido en aquel momento por el éxito de “Fama” y la buena acogida entre la crítica de la precedente “El expreso de medianoche”. Tal vez fuera esta combinación de talento para el musical y capacidad para retratar la torturada psicología del hombre alienado la que lo convirtió en el candidato perfecto para adaptar el argumento de “The Wall” al celuloide.


Pese a que Waters pretendía protagonizar él mismo la película, la responsabilidad de encarnar a Pink recayó finalmente en Bob Geldof, vocalista de la banda Boomtown Rats que posteriormente orientaría su carrera hacia el activismo político/filantrópico, organizando los célebres conciertos del Live Aid que en 1985 congregarían a la plana mayor del pop-rock internacional para luchar contra la pobreza y el hambre en África.


“The Wall”, la película, refleja con bastante exactitud el contenido musical del doble álbum, sin introducir apenas diálogos nuevos y aportando imágenes que van de lo narrativo (desarrollando visualmente lo mismo que se explicita en las letras de las canciones) a lo puramente simbólico. Hay un par de temas añadidos para la ocasión (“When the tigers broke free” y "What shall we do now") y dos ausencias respecto al álbum (“Hey you” y "The show must go on"), además de considerables cambios en las mezclas de sonido de gran parte del tracklist; pero lo cierto es que, básicamente, la película adapta casi canción por canción los 80 minutos de duración del disco, pudiendo considerarse más un mastodóntico videoclip que un film con auténtica entidad propia.


La trama, expresada bajo una narrativa discontinua que juega exhaustivamente con el recurso del flashback y el flashforward, sigue fielmente los derroteros de su homólogo discográfico al presentarnos a Pink como una estrella del rock profundamente marcada por la ausencia de una figura paterna durante su infancia (su padre muere en la guerra cuando él es aún un bebé), la sobreprotección a la que lo somete su madre, un matrimonio fracasado y el consabido abuso de las drogas que salpica a buena parte de los astros del rock. Aludiendo también al turbulento caso del ex-líder de Pink Floyd, Syd Barrett, Pink experimentará un descenso a los infiernos de la locura, se verá internado en un sanatorio mental y, en plena crisis nerviosa, se imaginará a sí mismo como una suerte de dictador fascista abocado a una campaña de purga racial/social para “limpiar” una Inglaterra de ecos tatcherianos (en ese extraño carrusel de fabulaciones precognitivas que también incluye al coetáneo tebeo “V de Vendetta” de Alan Moore y David Lloyd, donde se elucubraba acerca de una distopía fascista años antes de la debacle totalitaria protagonizada por la Dama de Hierro).


Más allá de sus valores estrictamente musicales (heredados directamente del disco y que no pueden, por tanto, ser tenidos en cuenta como mérito de la cinta), “The Wall” de Alan Parker destaca principalmente por unas turbadoras secuencias animadas, obra de Gerald Scarfe, que reflejan maravillosamente el sombrío imaginario plagado de pesadillescas metáforas políticas, sociales, sexuales, y edípicas que pueblan el mundo interior de Pink. El metraje de acción real, aunque algo desgastado por el paso del tiempo (en algunos momentos la puesta en escena se percibe envejecida), se vale de un montaje rítmico y asociativo que otorga dinamismo y un sentido psicológico unitario al film. Más que una historia, “The Wall” describe un estado mental, estableciendo sus causas y efectos en un totum revolutum algo indescifrable en un primer acercamiento, pero bastante más evidente y fácil de asimilar en sucesivas revisiones (bueno, quizás el final no sea tan obvio: yo aún me pregunto qué demonios significa el último plano...)


Tal vez “The Wall” no sea una película imprescindible, pero sí es un experimento audiovisual la mar de interesante y un musical diferente que consigue dar en la diana de sus propósitos: inquietar, sorprender y asaltar los sentidos del espectador. También es, además, una fuente inagotable de persistentes imágenes icónicas que aún hoy los seguidores de Pink Floyd asociamos irremisiblemente a la música de la banda. Imágenes que, por cierto, estarán muy presentes en los conciertos que Roger Waters ofrecerá este fin de semana en Madrid y Barcelona como parte de la gira “The Wall Live Tour 2010/2011”.


Un último detalle, cortesía de algún generoso usuario de YouTube: si alguien tiene curiosidad por ver la película y le da pereza rebuscar entre montañas de DVD's descatalogados, puede disfrutarla enterita (eso sí, con una calidad algo regulera, en inglés y sin subtítulos) en este enlace.

domingo, marzo 20, 2011

Construyendo el muro: "The Wall" en el estudio

“Is there anybody out there?”

(de la canción del mismo título, de Pink Floyd)

-

Un punto de partida: Pink Floyd es uno de mis grupos favoritos de todos los tiempos. Está, desde luego, en el top 10 de mis preferidos. Y más cerca del 1 que del 10, debo añadir. No obstante, no es “The Wall” mi álbum predilecto de su discografía. Concretamente, los tres discos de estudio que le antecedieron (“The Dark Side of the Moon” en 1973, “Wish You Were Here” en 1975 y “Animals” en 1977) me parecen claramente superiores. Cierto es que las intenciones de “The Wall” son bien distintas (más conceptual, más lírico y desde luego más narrativo), que se trata de un álbum doble (cualidad ésta que a mí personalmente no me convence demasiado) y que proviene de los Floyd de Roger Waters, que tienen tanto que ver con los de la mentada trilogía de obras maestras como aquéllos con los Floyd de Syd Barrett. Bueno, quizás un poco más...


Contextualicemos: estamos en el año 1977 y Pink Floyd es una de las bandas de rock más importantes del mundo. La crítica se ha rendido a sus pies (no es raro encontrar citado “The Dark Side of the Moon” como uno de los mejores discos de la historia) y sus fieles se cuentan por legiones. No obstante, en el seno del grupo las cosas andan revueltas y el distanciamiento entre sus miembros es más que notorio. Roger Waters (bajista de la banda), completamente a su bola, planea la publicación de un disco autobiográfico acerca de su sensación emocional de aislamiento y de cómo la muerte de su padre en la II Guerra Mundial condicionó terriblemente su infancia. El texto, tras ser pulido por el productor Bob Ezrin, incluirá también alusiones a la historia personal de Barrett, antiguo líder y alma máter de la banda que debió abandonarlos largo tiempo atrás para ser internado en un hospital psiquiátrico. La idea central del disco, resumiendo bastante, es una alegoría plasmada en un muro psicológico que separa a Pink (alter ego fictio de Waters) del resto del mundo y lo encierra en un claustrofóbico y fascista universo interior. Su desencantada visión de la sociedad sitúa a los seres humanos en un sistema que aliena y desdibuja al individuo desde la infancia (los profesores idiotizan a sus alumnos para convertirlos en “otro ladrillo más en el muro”), mientras que las madres sobreprotegen a sus niños, castran su potencialidad latente y dirigen sus vidas sin permitirles degustar los placeres del libre albedrío.

Una fiesta, vamos.


Tras escuchar las primeras demos grabadas por Roger Waters en solitario, el resto de la banda decide involucrarse en el proyecto, pero difícilmente podrán imaginar el calvario que supondrán las sesiones de grabación en el estudio, con Waters ejerciendo de dictador a tiempo completo (“The Wall” es SU historia, SU vida y SU proyecto) y el teclista Richard Wright tan enemistado con el bajista (autoproclamado líder del cuarteto) que apenas sí coinciden en el estudio durante la grabación del doble LP.


Pese a que muchos seguidores de la banda sitúen este “The Wall” entre lo más granado de la producción de Pink Floyd, a mí personalmente me parece un disco irregular que denota en exceso las pretensiones teatrales de su argumento. Contiene, es verdad, composiciones descomunales como “In the flesh?”, “Another brick in the wall” (las tres partes son buenas, pero la más célebre, sin duda, es la segunda, precedida de “The happiest days of our lives”), “Goodbye blue sky”, “Nobody home”, “Bring the boys back home” (sé que no es de las más conocidas del disco, pero a mí particularmente me encanta), la indispensable “Comfortably numb” y la oscura y excéntrica “The trial”; pero 80 minutos de música, 26 cortes en total, son demasiados para casi cualquier disco.

Siempre he creído que hay muy pocos álbumes dobles que no lucirían infinitamente mejor si fuesen uno solo, más corto y concentrado. En 40 ó 50 minutos de música caben millones de ideas, tal y como los discos previos de Pink Floyd claramente atestiguan. Pero Waters tenía mucho que contar; tanto, que en su siguiente trabajo (publicado bajo el nombre del grupo, pero definitivamente debido a la autoría exclusiva del bajista), “The Final Cut”, pueden escucharse algunas canciones que quedaron fuera de “The Wall”, como “The Fletcher Memorial Home”. Otras, como “When the tigers broke free” (que a mí me gusta más que algunos de los cortes que sí están en el doble disco), sólo han visto la luz en formato single o en recopilaciones.


Son la desmedida ambición de Waters y las desavenencias con el resto de miembros de la banda las que impidieron que “The Wall”, finalmente publicado en noviembre de 1979, se convirtiese en la obra maestra que podría haber sido y que, por poco, no es. No se me malinterprete: se trata de un trabajo realmente enorme; reescuchable hasta el infinito, siempre con una sonrisa de satisfacción melómana dibujada en la boca, pero un peldaño por debajo de sus mejores trabajos. Con todo, sospecho que dentro de una semana me gustará bastante más...

Por otro lado, no acaba aquí la cosa en lo que respecta a las andanzas de Pink: en 1982 se estrenó una adaptación cinematográfica con la que Waters ya había fantaseado durante la composición de las canciones de “The Wall” (algo que se percibe en la inclusión de diálogos que toman pleno significado sólo cuando se escuchan acompañados de sus correspondientes imágenes), dirigida por Alan Parker. Pero, con vuestro permiso, de eso mejor hablaremos otro día.


P.D.1: Para los amantes de las rarezas: existe una versión hillbilly de “The Wall” (el disco doble al completo) a cargo de Luther Wright and the Wrongs que suena tal que así. Bizarro, lo sé, pero tiene su gracia.

P.D.2 (aclarando la aclaración): “The Wall” no me parece redondo según los exigentes estándares de calidad bajo los cuales observo, con lupa, la discografía de Pink Floyd. Si se publicase ahora, tened por seguro que partiría como claro número 1 en una futurible lista de mis discos favoritos del 2011. Lo que pasa es que hace ya un tiempo que dejé de establecer comparativas entre la música actual y la que hacían las grandes bandas de los años 60 y 70: por mucho que me gusten formaciones como Radiohead, Muse, Arcade Fire o The Mars Volta, no creo que hoy en día exista un grupo o artista que pueda mirar frente a frente a los Floyd, Queen, Zeppelin, Dylan, Springsteen, Beatles, Stones o Bowie de sus mejores años. Aunque sólo sea porque es también en ellos en quienes se fija, con indudable admiración, la música que se hace en nuestros días (y de ningún modo puedo valorar igual que Matthew Bellamy componga esto en 2009 a que Freddie Mercury compusiese esto otro en 1976). También, por eso mismo, me niego a poner notas en mis reseñas -como sí hacen otros bloggers; de forma totalmente legítima, ojo-. Creo que se precisa una distancia prudencial para encumbrar como magistral algo que apenas lleva unas semanas en la calle y que además, por norma general, los discos actuales que me vuelven loco comienzan a palidecer cuando reescucho las joyas de la corona de la historia del pop-rock. No ocurre siempre, claro (álbumes como “OK Computer”, “Want One” o “LaTeRaLus” son maravillosos más allá de cualquier apreciación espacio-temporal), pero son los menos, y es preciso entender cada obra en su contexto para no ceder al impulso de, por ejemplo, situar “The Suburbs” de Arcade Fire (sobresaliente, sin duda) a la altura del “Born to Run” de Bruce Springsteen (que, sencillamente, se sale de las escalas). Le pese a quien le pese, la música sigue un método hegeliano de evolución dialéctica, con la particularidad de que en los últimos tiempos apenas existe la antítesis y sí un preocupante retorno, ad nauseam, a las síntesis de antaño (no hay más que echar una oreja a corrientes como el post-punk o el brit-pop para comprobar lo poco que hemos avanzado al respecto en los últimos 30 años...)

sábado, marzo 19, 2011

Concordes y desacuerdos

Todo empezó con el solo binario.

Mi amiga Rosalía subió a su muro de feisbuk un enlace al vídeo de “The humans are dead” y al verlo me pareció tan divertido que, además de pulsar el botón de “me gusta” (es lo que procede, ya sabéis), me incitó a investigar otros vídeos de los Conchords, el dúo de músicos que protagoniza la comedia de la HBO “Flight of the Conchords”. El vídeo que me decidió a darle definitivamente una oportunidad a la serie fue el que parodiaba a la figura de David Bowie. Y es que servidor está pasando una etapa profundamente Bowie de su vida y se abalanza cual mosca sobre montón de fétida y repugnante mierda sobre cualquier material (sea un disco, una película o un chiste lamentable) que tenga que ver con Ziggy Stardust/Aladino el Sensato/el Duque Blanco. Me levanto de la cama escuchando “Station to station”, me voy al gimnasio con el remix de “Hallo Spaceboy”, me preparo la comida mientras muevo las caderas al ritmo de “Modern love” y me pongo “Life on Mars?” antes de acostarme para quedarme plácidamente dormido. Estoy enganchado y...

Sí, perdón, la serie.


Como decía, “Flight of the Conchords” es una particularísima sit-com musical (sin risas en off, afortunadamente) emitida en EE.UU. entre 2007 y 2009 en dos temporadas de 12 y 10 capítulos (respectivamente) de una media hora cada uno. Sus protagonistas son Bret McKenzie y Jemaine Clement (interpretados por, estooo, Bret McKenzie y Jemaine Clement), dos neocelandeses recién llegados a Nueva York con la ilusión de triunfar en la industria musical con su banda de rock. Su representante es Murray Hewitt, funcionario del consulado neocelandés en NY y, posiblemente, el peor agente artístico jamás conocido. Los Conchords son unos músicos lamentables, no tienen carisma, viven en la ruina, son unos inadaptados sociales, les cuesta lo indecible ligar y no suelen congregar a más de una persona por concierto: su única y devota groupie, la perturbada Mel. Además, para colmo, deben convivir con su condición de inmigrantes ilegales neocelandeses, lo cual los convierte en motivo constante de burla, expresiones racistas y bromas a costa de “El Señor de los Anillos”.


A mí, que me chiflan los musicales de bajo presupuesto (seguro que ya estáis hartos de oírme/leerme cantar las alabanzas de “Once” y “Hedwig and the angrey inch”) y que tengo un sentido del humor bastante particular (aún aguardo al día en que se me escape una sonrisita, por pequeña que sea, viendo un capítulo de “Cómo conocí a vuestra madre” o “Dos hombres y medio”), “Flight of the Conchords” me ha hecho reír (a veces más y a veces menos), me ha inspirado una honda ternura por sus patéticos protagonistas (adoro la mojigatería de Bret) y, sobre todo, me ha sorprendido con sus imaginativos momentos musicales, algunos realmente impagables, que inciden en casi todos los lugares comunes de la música pop (desde el reggae hasta la chanson française pasando por el hip-hop o la electrónica de los 80) dándoles un inesperado giro cómico.


Se trata, además, de una serie breve y muy ligera, perfecta para desconectar de tus comeduras de coco durante media horita, algo que últimamente le viene muy bien a mi tediosa rutina diaria (¡en espectacular 3-D!). Está claro que no puede compararse, ni en aspiraciones ni en resultados, con pesos pesados de la actual parrilla catódica (quien busque unos “Mad Men” o un “Boardwalk Empire” lo lleva crudo, vaya), pero estoy convencido de que hará felices a quienes hayan disfrutado con “The IT Crowd” o “Dr. Horrible's sing-along blog” tanto como un servidor.


Porque, seamos serios: pudiendo ver “Flight of the Conchords”, ¿quién en su sano juicio querría perder el tiempo con los grimosos adolescentes de “Glee”?

jueves, marzo 17, 2011

A tope de power

"(…)
There's whispering in the wind
Just let me out of here
There is no way
There's no end
While all the suffering goes on
All that I know
Is that I'm not insane
It's not oveeeeeeEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEER!”


No soy eso que los hipertrofiados muchachos de Manowar denominarían un “hermano del metal”. En terreno metalero, y a excepción de mis admirados Metallica, soy más de picotear cosas sueltas que de afiliarme de por vida a una banda o un estilo concretos. Dentro de los propios subgéneros del ramo, el power metal no es tampoco mi primera opción. Ni la segunda, vaya. Lo cual no fue óbice, en su momento, para que servidor se acercase al tremebundo “A night at the opera” de Blind Guardian para descubrir una instrumentación megalomaníaca, unos coros exageradamente épicos, unas letras ligeramente risibles (aunque harto disfrutables si uno tiene poluciones nocturnas rememorando los textos de Tolkien o George R. R. Martin) y, sobre todo, unas canciones estupendas. Porque, sin ánimo alguno de exagerar, “And then there was silence” bien pudiera ser la equivalente metalera, ella solita, de aquella fascinante Cara B del “Queen II” (de Queen, claro).

Escuché mucho aquel “A night at the opera” en los meses inmediatamente posteriores a su publicación (en el año 2002) y aún hoy sigo pensando que es uno de los discos más redondos de la pasada década, independientemente de géneros y latitudes. Por eso me sentí desencantado con Blind Guardian cuando cuatro años después editaron el descafeinado “A twist in the myth” y decidí perderle el rastro a la banda, suponiendo que jamás repetirían la hazaña de su esfuerzo anterior. Hete aquí que a mediados de 2010 los germanos sacaron un nuevo álbum de estudio titulado “At the edge of time”, continuación en toda regla de “A night at the opera”, y que con él han vuelto a captar mi atención. Al escucharlo, ya desde la obertura del disco con “Sacred worlds” (cuyos versos encabezan esta entrada, y que empieza como el “Duel of fates” de John Williams, sigue como la versión del “S&M” de “The call of Ktulu” y finalmente se instala en terreno puramente power), servidor se deja llevar por la wagneriana imaginería nórdica y el fragor de batallas imposibles protagonizadas por elfos y dragones, y disfruta como un crío con tanto exceso instrumental, tantas capas superpuestas de voces y tanta fantasía heroica de baratillo. Si me apuráis, puede que incluso desvaríe en sueños con un alegre botellón a las puertas de Moria (antes de la caída de Moria, claro), rodeado de enanos que fuman hierba de la Comarca (mientras alguno prepara el pan de lembas para cuando le entre el bajón) al tiempo que todos cantan, medio curdas por el hidromiel, la céltica “Curse my name”.

Y, aunque haya aún unos cuantos libros situados más arriba en mi Torre de Lecturas Pendientes (léase con voz de ultratumba), confieso que el subidón heroico-mitológico de “At the edge of time” me ha enajenado lo suficiente como para tomar de forma irreflexiva una decisión sin vuelta de hoja: esta noche empiezo a leer “Juego de tronos”.

(Hay que ver, eso sí, qué rematadamente horteras son, por norma general, las portadas de los discos de power metal...)

martes, marzo 15, 2011

Arcadas

Ojiplático.

Así es como me he quedado al leer un artículo firmado por Salvador Sostres para "El Mundo" (nunca sé distinguir cuáles son para la edición web y cuáles para la impresa, o si lo son todos o ninguno). Ya sabéis que no me gusta meterme en asuntos socio-políticos en el blog, que yo aquí escribo sobre ocio y frikadas y de vez en cuando sobre anécdotas personales, pero realmente el artículo de marras me ha provocado unas arcadas ideológicas incontenibles y me ha puesto de muy mala... muy mal café (mantengamos las formas, al menos).

Podéis leerlo aquí.

Y luego, si aún quedan ganas, comentar.

domingo, marzo 13, 2011

Back in the U.S.S.R.

“Mire usted, mi excelentísimo Rodion Románovich: hay que tener presente una cosa; el caso general, ese mismo que tienen en cuenta todas las fórmulas y reglas jurídicas, el que consideran y describen los libros, no existe en realidad, por la sencilla razón de que cada asunto, cada crimen, por ejemplo, no bien ha ocurrido en la realidad, inmediatamente pasa a convertirse en un caso particular; a veces en un caso tal, que no se parece en nada a todo lo anterior.”

(“Crimen y castigo”, Fiódor Mijáilovich Dostoievski)


Si lo que uno quiere es quedar de hombre culto e instruido, citar a los escritores rusos del siglo XIX es siempre una opción inmejorable. Primero, porque la gran mayoría de las obras de Tolstoi, Dostoievski o Chejov están consideradas grandes clásicos de la literatura universal. Segundo, porque no las ha leído ni la mitad de la gente que dice haberlo hecho, con lo cual su sola mención lo sitúa a uno en una esfera superior de conocimiento (aparente). Vamos, que suena tope elitista y le hace sentir a uno más cool que Eduard Punset con una camiseta de AC/DC.

Pero una cosa es saber que “Guerra y paz” es una de las novelas más importantes de todos los tiempos y otra muy distinta es haberla leído. (Del mismo modo que cualquiera puede citar “Intolerancia” de Griffith o el “Napoleón” de Gance pero, ¿cuántos las han visto enteras? Yo no, desde luego).


Como un servidor suele prestar atención a las obras con buena prensa, tiene por costumbre no amedrentarse ante los clásicos (por correosos que se prometan) y de vez en cuando cede a sus impulsos elitistas y ególatras (soy humano y tengo, incluso, mis pequeños defectillos), decidió hace unas semanas empezar a leer al bueno de Dostoievski (Fiódor para los amigos) por uno de sus títulos más emblemáticos: “Crimen y castigo”. (No me negaréis que con ese título no se os hace la boca agua: “Crimen-Y-Castigo”, toma ya. Eso tiene que “hacer bola”, que diría Aaaaaaalan Moore).

La novela, escrita en el año 1866, narra la miserable existencia de Rodion Románovich Raskolnikov, un joven estudiante de leyes que vive en la ciudad de San Petersburgo (conocida también, dependiendo del momento histórico, como Petrogrado o Leningrado... ¡cuántas cosas sé, diantres!). El pobre Rodia apenas tiene dinero para pagarse el alquiler del zulo que habita y para comer de cuando en vez, y pasa sus días y sus noches tirado en el diván de su irrisorio apartamento, sufriendo delirios de grandeza y cavilando el modo de cumplir con un destino dorado que se le escapa, o eso cree él, debido a su precaria situación económica. Así que el muchacho se hace con un hacha, se va de visita a casa de una vieja usurera, presumiblemente montada en el rublo, y se la carga al más puro estilo Patrick Bateman (aunque sin Huey Lewis). Eso, resumiendo mucho, se corresponde con el primer centenar de páginas de “Crimen y castigo”. El resto del libro (unas 600 páginas más; sí, es larguito) se centra en lo que después ocurre: Raskolnikov consigue eludir a la justicia y trata de recuperar el ritmo de su quehacer cotidiano sin levantar sospechas, pero algo oscuro comienza a crecer en su interior, provocándole toda clase de fiebres, pesadillas y morbosas reflexiones. ¿Es acaso la culpa? ¿O sus propias creencias en un peculiar elitismo moral, que se burlan de su incapacidad para cometer el crimen perfecto?


Sin ningún género de duda, es en el aspecto psicológico de la obra donde Fiódor (Fio, en la más recogida intimidad) da rotundamente en el clavo con “Crimen y castigo”. El personaje de Raskolnikov, esquivo y sombrío en un principio, y con el que además es difícil empatizar antes de cometer el asesinato de la vieja usurera, va desenrollando paulatinamente el misterio de su personalidad a lo largo de toda la obra, pudiendo ésta considerarse más descriptiva del carácter de su protagonista que puramente narrativa. Los hechos transcurridos en ella (hay diversas subtramas referidas a la familia del protagonista, a sus vecinos y a sus antiguos amigos de la universidad) no son especialmente importantes salvo por cómo afectan al ánimo de Rodia y le plantean dudas sobre cuál debe ser la actuación a seguir. También es interesantísimo el juego de sospechas que se establece en la segunda mitad del libro entre un paranoico Raskolnikov y el juez de instrucción Porfirii Petróvich, personaje en el que pueden rastrearse los primeros atisbos de ese L que tanto gusta a los otakus seguidores de “Death Note” (entre los que me incluyo, por cierto).


Desde un punto de vista argumental y sociológico, “Crimen y castigo” sigue siendo terriblemente actual (e incluso moderna, que son dos cosas distintas) aún 150 años después de su aparición, y es indudablemente en la forma donde uno encuentra más acusado el paso del tiempo. No por la invalidez de la escritura, ojo, sino por la cadencia y la estructura de la narración.

Fio es un autor denso y en ocasiones incluso farragoso, posiblemente más por diferencias culturales (siglo y medio, miles de kilómetros y una idiosincrasia nacional completamente diferente separan la Rusia de Dostoievski de la España en que vive un servidor) que por cuestiones estrictamente literarias. Tampoco ayuda la traducción de la edición que poseo (la de DeBolsillo), me temo (aunque no pueda demostrarlo en absoluto: yo en ruso sólo sé decir “vodka”, “devotchka” y “bozhe moi”), pues se empeña en darle al estilo una pátina de antigüedad que dudo se corresponda con las intenciones (contextualizadas en su momento) de Fio. ¿Tiene sentido referir siempre la forma pronominal “acercose” en lugar de “se acercó”, más allá de recalcar la condición “clásica” del texto? Y ése es probablemente el ejemplo más insignificante e intrascendente de lo que intento exponer.


Con todo, acostumbrado uno al estilo y a la dudosa traducción (no por imprecisa, ya digo, sino por arcaizante), el libro comienza a disfrutarse en mayor medida cuanto más se avanza en su lectura, y si los primeros cientos de páginas requirieron de un esfuerzo consciente por mi parte para no desalentarme, los últimos los devoré con fruición y celeridad.

Pese a su intensidad dramática, no es “Crimen y castigo” un libro especialmente divertido. Su descripción de personajes es prodigiosa y contiene pasajes absolutamente memorables (en los que el autor juega sabiamente con la dilatación del tiempo y con la tensión entre personajes siempre al borde del escándalo y el abismo), pero a veces se hace difícil y reiterativo, no mereciendo, en mi opinión, una recomendación generalizada para todo tipo de lector. Aburrirá a la gran mayoría, agradará a unos cuantos y entusiasmará sólo a unos pocos. A mí podéis anotarme en el grupo de los segundos. Al fin y al cabo, no soy tan elitista ni tan pomposamente hipócrita como para ponerme a gritar “¡obra maestra!” por el simple hecho de haberla leído (porque, a ver, ¿qué mola más: decir que “Crimen y castigo” es uno de tus libros favoritos o tener los bemoles de utilizar la palabra favorita de los bloggers gafapastas? ¡JA!...)


PD.1 (para los que hayan alucinado con las imágenes que decoran esta entrada): en el año 1953, Osamu Tezuka (el Dios del Manga y bla bla bla) llevó a cabo una adaptación de “Crimen y castigo” al tebeo, reduciendo, infantilizando y adulterando en gran medida la trama del original (baste decir que hacia el final tiene lugar una especie de alzamiento popular comunista o que aparecen ratones parlanchines... en fin). No es un título especialmente destacable entre la vasta bibliografía del autor, pero en esta clase de reseñas siempre queda bien citar alguna rareza poco conocida para dárselas de cultureta multidisciplinar...


PD.2: sí son para tanto.

viernes, marzo 11, 2011

Hermann y el olor de la tierra

"Así es como partimos, Wallace, los otros cinco chiflados y yo... Era un poco triste, por "Dedo-del-diablo" Duncan y la pequeña Pat. Pero Bo y Baldy se habían hecho un hueco en el "Devil's finger" e iban a quedarse... Y frente a nosotros, Comanche estaba en peligro... Comanche, la que me había decepcionado 10 veces y por la que sería capaz de atravesar la tierra..."

(Red Dust en "Los sheriffs", de Greg y Hermann)



En parte debido a mi edad, pero también por el particular viaje vital que he venido haciendo como lector de comics (del manga de mi infancia a los super-héroes de mi adolescencia, de ahí al resto del mainstream USA con la mayoría de edad y más recientemente al europeo y el sudamericano, para acabar probando también las mieles del underground y los autores experimentales), siento que tengo imperdonables lagunas referentes a grandes clásicos que voy abordando, a estas alturas, en la medida en que mi disponibilidad temporal y mi bolsillo me lo permiten. Sobre todo lo segundo. Por consiguiente, hay un montón de tebeos (digamos) imprescindibles que todavía no he podido catar. No voy a dar títulos, por eso de no perder de golpe y porrazo el poco respeto que los lectores veteranos pudieran sentir hacia mi persona hasta ahora.

Así pues, hablemos de uno que sí he leído: “Comanche”.


Reeditados hace no mucho por Planeta de Agostini en dos tomos (de esos que llaman integrales), los diez álbumes de “Comanche” escritos por Greg (seudónimo de Michel Reigner) y dibujados por Hermann Huppen comenzaron a publicarse por capítulos en la revista francesa “Tintin” en 1969 y se prolongaron hasta 1982, año en que Hermann se despidió de la serie con el álbum “El cuerpo de Algernon Brown” para dedicarse a sus proyectos como autor completo.

En las páginas de “Comanche” se narran las aventuras de Red Dust, un hábil pistolero pelirrojo que llegará en busca de fortuna al incivilizado Greenstone Falls (un pueblo de colonos de la árida Wyoming) para terminar como capataz en el rancho que Comanche, una joven y enérgica empresaria, ha heredado tras la muerte de su padre. Gracias a la nueva dirección de Dust, el rancho Triple Seis (cuyo nombre, por cierto, nada tiene que ver con el ocultismo) pasará de una precaria situación con sólo dos trabajadores (la propia Comanche y el viejo intendente Ten Gallons) al cuidado de un ganado mermado por la hambruna, a un nuevo estatus de bonanza económica al que se sumarán los vaqueros Clem “Pelo-loco” (o “Pie tierno” en los primeros álbumes) y Toby “Cara-Oscura”, un negro que constantemente debe lidiar con el racismo imperante en el lugar. Por supuesto, tratándose de una serie donde priman la acción y la aventura, los protagonistas se verán inmersos en innumerables enredos con toda clase de bandidos, empresarios corruptos, indios en pie de guerra y hasta el ejército norteamericano.


Lo que en principio comienza de forma algo naïf, tanto en las formas como en lo relativo a la psicología de los personajes, irá enriqueciéndose y ganando matices durante tres álbumes que culminarán en un cuarto, “Los lobos de Wyoming”, donde Hermann demostrará ya una habilidad artística fuera de toda discusión (con reminiscencias de Giraud) y Greg ofrecerá a Red Dust uno de los momentos más tensos, dramáticos y rematadamente memorables de la serie. A partir de ahí, “Comanche” puede considerarse un clásico rotundo, con Hermann aproximándose en cada álbum, progresivamente, al particular grafismo (menos recargado, más expresivo, compositivamente brillante) que posteriormente luciría en “Las torres de Bois-Maury” (antes de descubrir las bondades del color directo) y con Greg escribiendo historias argumentalmente sencillas (que al lector actual tal vez le parezcan algo obvias), pero que dejan entrever motivaciones y relaciones entre personajes que enriquecen profundamente el universo de la colección: ¿cuál es exactamente el vínculo emocional entre Red Dust y Comanche? ¿Qué razones llevan al vaquero pelirrojo a abandonar Greenstone Falls al comienzo de “El dedo del diablo”? ¿Cómo sobrelleva el indio Mancha-de-Luna la vergüenza de no pertenecer a ningún lugar y a ningún pueblo?.


Al contrario de lo que pudiera parecer en un primer momento, los personajes que pueblan “Comanche” son entes orgánicos con arcos argumentales propios muy precisos, que no responden a los cánones clásicos del heroísmo maniqueo de la época. En palabras del propio Greg: “para mí, un héroe es un hombre que tiene miedo, que tiene los mismos sentimientos que cualquiera y que sabe superarlos para hacer lo que debe. Si no tiene sentido del peligro, es un imbécil. ¡Basta de héroes ligeramente rasguñados a los que las cicatrices les sentaban bien! Yo quiero tipos que reciban golpes de verdad”. Todo ello se corrobora claramente en la evolución personal de Red Dust, un personaje carismático, impulsivo y algo visceral en ocasiones, que pasa por todo tipo de estados emocionales y que termina encarnando, de un modo romántico, los ideales del Oeste indómito, aquél que rechaza la llegada de una civilización que acabará de una vez por todas con el sentido de la libertad y de la aventura que las verdes praderas sin dueño y los caballos salvajes representan.


Por supuesto, estos planteamientos jamás tendrían el impacto deseado sobre el lector si no fuera por el superlativo trabajo artístico de Hermann. Su periplo de principiante a gran figura de la BD discurre paralelo a las galopadas de Dust sobre su fiel corcel Palomino, y las dudas artísticas de los primeros álbumes dan paso, a partir del mentado “Los lobos de Wyoming” (mi álbum favorito de la serie, junto a “El desierto sin luz” y “Los sheriffs”), a un auténtico recital de narración, belleza y tratamiento sublime de los espacios abiertos. Las praderas dibujadas por Hermann, sus pasos montañosos, sus hogueras de acampada en la nocturnidad de los bosques, se quedan grabados en la retina como postales de un viaje imaginario en el tiempo y el espacio hacia ese Oeste sucio y maloliente que tantas veces hemos visto en el cine, pero que pocos tebeos han sabido capturar con el detallismo y la atmósfera vívida con que lo hace “Comanche”. Y es que si Jijé o el primer Giraud evocan en sus trabajos un Far West más próximo al impoluto escenario donde transcurrían clásicos del celuloide como “La diligencia” o “Solo ante el peligro”, “Comanche” se encuentra mucho más próximo a los parajes polvorientos e insalubres del cine de Peckinpah o de la excelente teleserie “Deadwood”. Se trata de un Oeste que casi puedes olfatear y tocar. “Para dibujar bien un western se necesita un contacto visceral con la naturaleza, se tiene que conocer el olor de la tierra, de la madera...”, dice el propio dibujante.


A fe mía que “Comanche” no es sólo un western maravillosamente ilustrado, sino también un clásico del comic europeo por méritos propios. Y la edición de Planeta, asequible y cuidada (pese a los ya típicos gazapos lingüísticos), una oportunidad ineludible para hacerse con él y poder así revisitarlo siempre que a uno le sorprenda la nostalgia por el rancho Triple Seis.

sábado, marzo 05, 2011

Panoplia de canción

"(…)
And once upon it
The yellow bonnets
Garland all the line
And you were waking
And day was breaking
A panoply of song
And summer comes to Springville Hills
(...)"


Hace diez años, la expresión “suena como algo que escucharía mi padre” vendría a ser el equivalente a ese “me aburro” que Homer Simpson suelta de vez en cuando en la serie que protagoniza. Pero resulta, amigos, que la juventud está sobrevalorada. Yo, cada día que pasa, descubro que “más sabe el diablo por viejo...” y, también, que a mí poco a poco me van creciendo los cuernos y el rabo (lo de los cuernos, en fin... ya sabéis a qué me refiero; ídem para el rabo, malpensados). Por eso ahora, cuando escucho un tema como el “June hymn” de The Decemberists, con esa armónica que enamora, esa guitarra acústica que acierta en la diana en cada nota y esos coros femeninos que le ensanchan a uno el alma, la fórmula “suena como algo que escucharía mi padre” adquiere un significado totalmente distinto. Y lo que quiere decir, creo, es que mi oído por fin ha sido educado, que he conseguido madurar mi criterio, que ahora puedo reconocer un maldito clásico al vuelo. Y comprendo que lo que yo escuchaba hace diez años era infinitamente más aburrido que los tesoros que me enseñaba y aún me enseña mi viejo. El tipo que, entre muchísimas otras cosas (algunas infinitamente más importantes que ésta, desde luego), puso todo de su parte para que la gran mayoría de esas canciones que marcaron mi infancia llegase a mis oídos e hizo de mí, por consiguiente, el melómano que hoy soy.

Por si no había quedado claro: “The king is dead”, el nuevo disco de The Decemberists, es una pequeña joya de americana (ese impreciso género que deambula entre el rock, el folk y el country), tan rematadamente bueno como algo que escucharía mi padre.

jueves, marzo 03, 2011

"En las garras del maligno marketing literario" o "Una meta-reseña insufrible, por razones bien visibles"

(One, two, three and)

Podéis llamarme pardillo... (¿me lo parece a mí o eso ha sonado a Melville?) ...porque lo soy.



Parece mentira que después de haber estudiado Publicidad y Relaciones Públicas durante 4 años (el cuatrimestre de Erasmus no cuenta como tiempo lectivo, desde luego), de haber participado en infinitas conversaciones sobre el poder condicionante del marketing y sus malas artes, de haber leído un millón de frases promocionales impresas en los posters de los estrenos cinematográficos (“si te gustó Gladiator...”, “del productor de The Matrix...”, “del visionario director de 300...”), etc. etc. etc., servidor haya vuelto a caer en una compra innecesaria por culpa de una de esas bandas que se le ponen a los libros que lucen palmito en la estantería de novedades de la FNAC o La Casa del Libro. Ya sabéis a qué bandas me refiero: las que rezan “59ª edición” y “300.000 ejemplares vendidos” y también “La mejor novela de Paul Auster – The New York Times” o incluso “Corín Tellado se supera a sí misma – ABC”.

                                                                a mí me gustan las pastillas, rojas, verdes y amarillas

“El Principito del siglo XXI”: ése fue el anzuelo que mordí cual besugo literario. Es leer u oír las palabras “El Principito” y me embobo, pierdo mi (por lo general) refinado gusto y excelso criterio y me abalanzo sobre el artículo en cuestión como “mosca sobre montón de apestosa mierda” (que diría Zapp Brannigan). Y así me luce, claro, que me la meten doblada una y otra vez. Debe ser que ansío tanto revivir la catártica experiencia que supuso mi primera lectura del librito de Saint-Exúpery que acabo comportándome como esos fans de los Beatles que tienen todos los recopilatorios publicados tras la disolución de la banda (y son unos cuantos) sólo por el mero hecho de no dejar escapar algo que lleve a los fab four en portada.


              I am he as you are he and you are me and we are all together


El libro en cuestión, el de la engañosa banda publicitaria, viene firmado por un tal Shane Jones y se titula “Las cajas de luz”. Por si no bastara con la mención al clásico del niño raro planetario, la novelita que nos ocupa contaba también con otro buen motivo para ganarse mi interés: Spike Jonze compró los derechos para su adaptación fílmica sin pensárselo dos veces. Y a Spike Jonze, lo mismo que al pequeño príncipe y a su rosa, lo tengo en muy alta estima debido a su estupenda trayectoria cinematográfica hasta la fecha.


“Blanco y en botella: leche”, me dije. Y me compré el libro, desatendiendo los 13 ó 14 que me aguardan en casa apilados en la Torre de Lecturas Pendientes (léase con voz de ultratumba) y mE sEntÍ mUy fElIz AntE lA pErspEctIvA dE EncOntrArmE aNTe uNa oBRa Que PuDieRa ReCoRDaRMe a “El Principito” y al mismo tiempo haber enamorado al director de “Donde viven los monstruos”. ¡Si es que no podía fallar!


                                                      mis apologistas afirman que el coche que arrojé contra Bates estaba vacío


“Las cajas de luz”, por cierto, narra la historia de Thaddeus, que vive con su mujer y su hija en un pueblecito azotado durante cientos de días por Febrero, que llena los bosques y calles de vientos y nieve, impide que los seres y objetos voladores vuelen (ya sean pájaros, globos o aviones de papel) y secuestra niños de sus habitaciones para llevárselos a no se sabe dónde. Cuando Febrero rapta a Bianca, la hija de Thaddeus, éste declara la guerra al dios-estación-extraño-tipo-que-vive-en-una-cabaña-o-tal-vez-no y convence al resto del pueblo para trazar planes que aceleren la llegada del buen tiempo.





Supongo que esta sinopsis puede sonar bastante interesante. A mí me lo parecía mientras retiraba la dichosa banda y las sobrecubiertas del libro y me disponía a adentrarme en la dadaísta retórica de Shane Jones, un tipo que claramente no ha sabido interiorizar el concepto de post-modernidad. Porque una cosa es creerse formalmente innovador, jugar con la tipografía y con los espacios en blanco de la página, utilizar los pensamientos de distintos personajes como punto de vista de la acción, introducir referencias explícitas a obras que no vienen a cuento y proponer un batiburrillo metalingüístico por el que pululan fantasmas que no lo son y señores con sombrero de copa y máscaras de pájaro (¡ey, a mí también me gusta Grant Morrison!), y otra muy distinta es pensar que sólo con eso ya se puede hacer una novela que (cito textualmente)“convierte los miedos en deseos”.

Pero no. Para eso hace falta además (y sobre todo) saber escribir. Cosa que, lamentablemente, Jones no demuestra en “Las cajas de luz”, que tiene la categoría literaria de un Twitter cualquiera y que además me parece terriblemente pretencioso.

                        ("collige, virgo, rosas", ad vitam et ad nauseam et al.)

Al final, resulta que este libro es a “El Principito” lo mismo que The Drums fueron el año pasado a The Smiths. Ni a uno ni a otros se los recordará de hoy en un lustro (a falta de saber qué consigue sacar Jonze de semejante despropósito), mientras que yo, como muchos otros, seguiré revisitando periódicamente mis baobabs favoritos mientras suena de fondo “The boy with the thorn in his side”.

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Advertidos quedan los que sean susceptibles de caer en las garras del maligno marketing literario. O peor aún, de la modernidad mal entendida. Por su parte, servidor se deja de experimentos (en más de un sentido) y vuelve la vista, con renovadas fuerzas, hacia su Torre de Lecturas Pendientes (voz de ultratumba de nuevo, por favor).
 
Donde se ponga un buen clásico...