lunes, diciembre 24, 2012

Regreso a la Tierra Media

Chandler: ¿No leíste “El Señor de los Anillos” cuando estabas en el instituto?
Joey: No. En el instituto tenía sexo.


Uno de los carteles publicitarios de "El Hobbit: Un viaje inesperado".

Vaya por delante que, al igual que Joey Tribbiani, un servidor no ha leído en su vida una sola palabra escrita por J.R.R. Tolkien. Lo cual no impidió que en su momento disfrutase como un cochino en un lodazal con la trilogía del anillo que Peter Jackson estrenó en cines entre 2001 y 2003. “La Comunidad del Anillo”, “Las Dos Torres” y, sobre todo, “El Retorno del Rey”, me parecen inmensas cintas de evasión y fantasía, paradigmáticas junto a los episodios IV, V y VI de “Star Wars”, la primera trilogía de Indiana Jones y la más reciente “Avatar”, de lo que debería ser el cine espectáculo para el gran público.

Una ilustración de John Howe, ¿no?

Encumbrado tras su (muy lucrativa) hazaña anular, Peter Jackson, un director hasta entonces poco conocido en el circuito comercial (provenía del gore de serie Z y apenas había filmado un título con vocación de trascendencia, “Criaturas celestiales”), se convirtió de la noche a la mañana en uno de los niños bonitos de la industria, lo cual le permitió afrontar con gran libertad creativa y aún mayores presupuestos la materialización de dos films tan olvidables como el último remake de “King Kong” y la traslación al celuloide de la novela “The lovely bones”.

Pese a que en un primer momento Jackson se mostró reacio a dirigir personalmente la inevitable adaptación de “El Hobbit” (primera narración de Tolkien ambientada en el universo de “El Señor de los Anillos”), la espantada del realizador mejicano Guillermo del Toro (que finalmente se decantaría por la prometedora “Pacific Rim”) obligó al guionista y productor neozelandés a sentarse de nuevo en la silla de director para filmar lo que en principio serían dos nuevas entregas (precuelas, en realidad) de la franquicia.

Enanos, enanos everywhere...

La asimilación de la estereoscopia como condición sine qua non del blockbuster actual (desmentida hace poco por el rotundo éxito comercial del último y bidimensional Batman de Christopher Nolan) y el empeño de Jackson por impulsar la implantación en las salas de los 48 frames por segundo obtuvieron rápidamente todas las atenciones por parte de los medios especializados y los fans ansiosos de noticias sobre el proyecto, dando quizás por sentado que serían sólo estos aspectos técnicos los que podrían empañar el resultado final. Cuando el realizador declaró, apenas unos meses antes del estreno de su primera entrega (“Un viaje inesperado”), que “El Hobbit” no serían dos películas sino tres, muchos comenzaron a preguntarse cómo lograrían convertirse apenas 300 páginas de libro (menos de las que contaba cada una de las tres novelas que componen “El Señor de los Anillos”) en más de 8 horas de metraje, despertando otro tipo de dudas que nada tenían que ver con la tecnología y mucho con la estructura del relato.

Vista por fin la primera película de esta nueva trilogía (en 2D y a 24 fps, pues como dice el famoso meme), la conclusión me parece evidente: “El Hobbit: Un viaje inesperado” es una cinta desmesurada en todos sus aspectos, desde su exagerada duración (le sobra prácticamente una hora) hasta su hiperbólica grandilocuencia narrativa.

Aragorn Thorin, hijo de Thrain.

Sus primeros 45 minutos sirven como enlace con la trilogía del anillo, como prólogo para la nueva/vieja aventura de Bilbo Bolsón y como soporífera presentación de una pandilla de enanos apátridas fastidiosamente cantarines de los cuales apenas dos o tres parecen tener trascendencia en el devenir dramático de la historia. Jackson se regodea en los detalles al describir su venerado universo de ficción y mueve la cámara con una soltura mareante, trazando al vuelo planos-secuencia imposibles, mientras el excelente compositor Howard Shore sale del paso con una banda sonora que recicla partituras de hace diez años sin aportar nada especialmente memorable al nuevo film.

-¡No puedes pasar, final boss!

Visualmente apabullante (hasta la saturación, me temo), la película deriva a partir de ahí en una sucesión de escenas a modo de episodios deslavazados (ahora unos trolls del bosque, ahora una pelea entre gigantes de piedra) aquejadas de un infantilismo inédito en las entregas precedentes de la saga. No sólo el personaje de Radagast el Pardo, montado en un trineo tirado por liebres (?), parece recién salido del armario de C.S. Lewis, sino que caracteres ya conocidos como Gandalf muestran el lado más cómico y naïf de su personalidad. Poco me importa que estas flaquezas vengan heredadas del material a adaptar (cosa que sólo puedo suponer): lo que funciona en un medio (el literario) no tiene por qué funcionar en otro (el cinematográfico), mientras que lo que antes sí funcionaba (la épica de espada y brujería, el drama consistente) tiende a adulterarse cuando se diluye entre chascarrillos ingenuos e innecesarios momentos musicales.

Radagast de Narnia.

Tanto es así que apenas he sentido que esta cinta perteneciese al mismo universo mitológico que “El Señor de los Anillos” en una sola escena: la de la espléndida reaparición del carismático Gollum. El portador del Anillo Único es el Leo Messi de la Tierra Media; la clase de estrella que en un partido olvidable puede de pronto lucirse con una jugada individual de quitarse el sombrero y darle la vuelta al marcador. Así, esos estupendos 10-15 minutos de acertijos en la oscuridad (casi) consiguen compensar todo el aburrimiento previo y todo el agotamiento posterior, y suponen el único oasis de magia y excitación genuinas en 165 interminables minutos plagados de cameos improcedentes (¿de verdad era necesario recuperar a Elijah Wood o a Christopher Lee para esto?) y de secuencias de acción importadas de la última entrega del videojuego “Diablo”.

Smeagol: balón de oro 2012.

“El Hobbit: Un viaje inesperado” es una decepción en toda regla. Una película aquejada de elefantiasis, que le deja a uno las meninges fatigadas y el corazón impertérrito. Y todavía quedan otras dos…

sábado, diciembre 15, 2012

Carne, hueso y metal

Como no sólo de orcos y elfos vive el hombre, en pleno furor por la Tierra Media tras el desembarco en nuestro país de la primera parte de “El Hobbit”, se cuela este fin de semana en las salas españolas, con larga demora respecto a su estreno en tierras transalpinas, la última película del realizador galo Jacques Audiard: “De óxido y hueso” (“De rouille et d'os” en el original). Viniendo del director de una joya del calibre de “Un profeta” (oro en mi podio cinéfilo de 2010), resulta comprensible que mis expectativas respecto al film estuviesen muy altas; quizás de un modo injusto. Así, conviene aclarar de antemano que “De óxido y hueso” transita derroteros melodramáticos muy diferentes al áspero género negro en que se movía su predecesora, y que puestos a compararla con otros ejemplos de cine reciente, el primer nombre que me viene a la cabeza es el del cineasta mejicano Alejandro González Iñárritu.


“De óxido y hueso” narra el encuentro fortuito pero trascendental entre dos personas procedentes de distintas realidades sociales. Ali es un inmigrante belga que llega a la ciudad costera de Antibes con su hijo de cinco años, buscando cobijo en la casa de su hermana. Sin recursos económicos, con un bajo perfil laboral y con su experiencia como luchador de boxeo como único atractivo curricular, Ali consigue un empleo como portero de discoteca y comienza a interesarse por el submundo de las peleas clandestinas. Interrumpiendo una trifulca en la puerta del local nocturno en que trabaja, este hombre de pocas luces conocerá a Stéphanie, una atractiva amaestradora de orcas en el parque acuático. La vida de ambos dará un vuelco inesperado cuando Stéphanie sufra un accidente durante una de las representaciones de su espectáculo y le tengan que ser amputadas ambas piernas.


Con estos trágicos ribetes resulta inevitable reconocer que el ratio de desgracias por minuto en los primeros compases de “De óxido y hueso” sitúa la cinta al borde de ese tremendismo gratuito más emparentado con el clásico telefilm tróspido de sábado tarde que con los dramas realistas con los que un servidor suele comulgar habitualmente. Historias rocambolescas las vemos a diario en la sección de sucesos de los periódicos, pero la ficción cinematográfica no es un juego de azar (como la vida), y la superabundancia de desgracias puede acabar colmando la suspensión de la incredulidad del espectador mínimamente reflexivo.


Por suerte, allí donde el mentado González Iñarritu suele patinar (el tipo disfruta torturando a sus personajes más allá de toda credibilidad), Audiard y su co-guionista Thomas Bidegain tienen la sensatez de dar una de cal y una de arena. Los protagonistas de “De óxido y hueso” son personas zarandeadas sin piedad por la vida, cierto, pero esto no les impide gozar de momentos de paz e incluso felicidad, por mucho que uno siempre se mantenga alerta ante la posibilidad de un final gratuitamente trágico que termine por descompensar este equilibrio entre luces y sombras.


Repleta de destellos lumínicos y siluetas proyectadas a contraluz por personajes fuera de plano, la fotografía de “De óxido y hueso” reincide constantemente en contrastes nocturnos/diurnos y en el mensaje metafórico de que hay que caminar hacia la luz y abrir las ventanas de la propia vida para no ahogarse en un pozo de lágrimas. Filmada cámara en mano y haciendo inmejorable uso de las técnicas infográficas para simular la invalidez de su protagonista femenina, la película deslumbra en términos puramente estéticos y ofrece imágenes contundentes subrayadas en ocasiones por una inteligente selección musical de última hornada (Bon Iver, Django Django e incluso... ¡Katy Perry!), y en otros momentos sumidas en el más rotundo y efectivo silencio (como el espléndido plano del reencuentro entre amaestradora y animal).


Matthias Schoenaerts encarna con rocosa contundencia a un personaje tan físico (primitivo, en esencia) como Ali, pero es sin duda Marion Cotillard (incluso sin piernas, la actriz más hermosa del mundo) quien encandila sin remedio al espectador con su interpretación de Stéphanie. La artista francesa continúa así compaginando una meteórica carrera en el cine anglosajón (la hemos visto en las últimas películas de Christopher Nolan, pero también en la escapada parisina de Woody Allen, en el musical “Nine” y en los “Enemigos públicos” de Michael Mann) con trabajos más arriesgados en su país de origen.


“De óxido y hueso” es una cinta notable en muchos aspectos, a la que finalmente acaba perjudicando una cierta dispersión en sus tramas: demasiados elementos (inmigración, minusvalía, paternidad irresponsable, peleas ilegales e incluso un rápido vistazo a la eterna lucha de clases) que no terminan por eclosionar en un relato que desplaza alternativamente su foco de uno de los protagonistas al otro, sin convertirse en ningún momento en la película de ambos. Con todo, se encuentra muy por encima de la media cinematográfica de este 2012 que ya se despide, y sin duda se merecería bastantes más atenciones por parte del público español de las que posiblemente le acabe concediendo la última super-producción inspirada en la obra de Tolkien.

miércoles, noviembre 28, 2012

Los universos paralelos de Jeff Smith

"Deep inside of a parallel universe
It's getting harder and harder to tell
What came first
(...)"

"Parallel universe", Red Hot Chili Peppers



Con la publicación de “Bone”, una extensa saga que combinaba con inesperado acierto los lugares comunes de la fantasía heroica con el tono cándido de las tiras de prensa protagonizadas por animalitos parlantes, Jeff Smith pasó de auténtico desconocido a autor de culto, primero, y de masas, después. 10 premios Eisner y 11 premios Harvey confirman el reconocimiento que la propia industria estadounidense ha otorgado a ese improbable cruce entre “Pogo” y “El Señor de los Anillos”, al tiempo que los más de 6 millones de ejemplares vendidos solamente en Norteamérica lo ubican en la categoría de best-seller indiscutible. En total fueron 55 números aparecidos originalmente entre 1991 y 2004 y reeditados una docena de veces desde entonces, amén de numerosas traducciones a diferentes idiomas (entre ellos el castellano, primero de la mano de Dude y después de Astiberri).



Tras la publicación en 2007 de una amena miniserie de cuatro números centrada en los orígenes del Capitán Marvel de Fawcett Comics/DC Comics (“Shazam!: La monstruosa sociedad del mal”), Smith emprendería un nuevo proyecto personal auto-editado a través de su compañía Cartoon Books e instalado en un tono radicalmente distinto: "RASL".


“RASL” apareció serializada en EE.UU. entre febrero de 2008 y agosto de 2012 en 15 comic-books en blanco y negro, y culmina ahora su edición española con el segundo volumen recopilatorio editado por Astiberri. El comic narra la odisea de un ladrón de arte interdimensional inmerso en una conspiración que nace de las investigaciones del controvertido científico histórico Nikola Tesla. Pese a mantener su característico estilo visual de trazo cartoon, Smith aborda el proyecto como una obra pensada para lectores adultos que podría perfectamente encajar por temática y sensibilidad tanto en el sello Vertigo de DC Comics como en la renovada (y más fructífera que nunca) editorial Image. Se trata de un agradecido soplo de aire fresco, tanto para el artista como para el lector, que permite conocer una faceta diferente en la obra del dibujante y guionista de Pennsylvania.


Con una composición de página clásica y un dominio absoluto del blanco y negro, Smith arriesga más en “RASL” en términos de guión de lo que lo había hecho en sus anteriores trabajos (motivado posiblemente por esta naturaleza más adulta del relato) e introduce constantes flashbacks, elipsis temporales y metáforas visuales que ayudan a plasmar el entramado de realidades paralelas en el que se mueven los personajes. De todos modos, pese a las infinitas complicaciones narrativas que podrían deducirse de su punto de partida, el autor mantiene el argumento de “RASL” dentro de unos niveles bastante asequibles de enmarañamiento multiversal, prefiriendo explorar la personalidad de su protagonista y las implicaciones dramáticas de sus actos antes que perderse en uno de esos laberínticos puzzles de realidades superpuestas que tanto gustan a escritores como Bryan Talbot (“Las aventuras de Luther Arkwright”) o Grant Morrison (“Los Invisibles”). Lo cual no quiere decir que “RASL” sea un tebeo predecible o falto de inventiva, desde luego. Simplemente propone una historia de acción, romance y ciencia-ficción que se siente cómoda sin querer aparentar más de lo que realmente es, de un modo similar a la película “Looper” de Rian Johnson (por poner un ejemplo reciente igualmente satisfactorio).


Al final, pese a sus manifiestas diferencias entre unos títulos y otros, existe una identidad común que vertebra toda la producción de Jeff Smith hasta la fecha, y que proviene de la búsqueda de una forma de entretenimiento de corte clásico, de sentido primigenio de la aventura y el drama, por encima del barroquismo formal o de las ansias de experimentación argumental. “RASL” es una obra de evasión pura y dura, sólidamente desarrollada en términos de guión y estupendamente dibujada, que no cambiará la vida de nadie pero que tampoco lo pretende. Ojalá todos los tebeos de acción y fantasía provenientes de los EE.UU. resultasen al menos tan interesantes como éste.

domingo, noviembre 25, 2012

El poder de la palabra

"La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas."

Sigmund Freud.

Gabriel Byrne, photoshopeado para la ocasión en una imagen publicitaria de "En terapia".

No tengo por costumbre escribir sobre una serie de televisión hasta no haber visto todos los episodios emitidos en el momento de publicar la reseña, pero hoy vais a permitirme que me salte esta regla interna del Abismo a la torera. ¿La razón? Acabo de terminar el capítulo 17 de la segunda temporada de “En terapia” (titulado “April, Semana 4”) y no he podido reprimir la necesidad de recomendar esta obra maestra de la televisión a todo el que pueda estar leyendo estas líneas.

Paul (Gabriel Byrne) escucha las confesiones íntimas de Alex (Blair Underwood).

“En terapia” (“In treatment”, en el original) comenzó a emitirse en EE.UU. en enero de 2008 a través de la cadena HBO y se mantuvo en antena durante tres temporadas, alcanzando la friolera de 106 episodios. Producida por Mark Wahlberg y desarrollada por el showrunner Rodrigo García (hijo del escritor Gabriel García Márquez), se trata de un remake de la producción “BeTipul” del canal israelí HOT3, que también fue adaptada a otras nacionalidades en títulos como “In therapie” (NCRV, Holanda), “En terapia” (TV Pública, Argentina), “En thérapie” (TV5, Canadá), “Sessão de terapia” (GNT, Brasil) y un largo etcétera que incluye países como Polonia, Hungría, Serbia, Eslovenia o la República Checa. Tarde o temprano tendremos una versión española, seguro (siempre que uno no considere “El grupo” como un antecedente directo de “BeTipul”). La razón de esta miríada de reinterpretaciones internacionales es evidente: su formato es sencillamente perfecto.

La veterana actriz Dianne Wiest es Gina, la terapeuta y ¿amiga? de Paul.

“En terapia” (la versión de HBO en lo sucesivo, ya que es la única que conozco de primera mano) narra las sesiones que el psicoanalista Paul Weston mantiene a diario con sus pacientes. La serie se emitía de lunes a viernes en episodios de entre 20 y 30 minutos, y en cada temporada Paul trataba cuatro casos diferentes. En la primera, por ejemplo, los lunes Paul recibía a Laura, una atractiva doctora con problemas de estabilidad emocional; los martes atendía a Alex, un piloto de combate atormentado por sus experiencias en la guerra de Irak; los miércoles trataba a Sophie, una brillante gimnasta adolescente con tendencias suicidas, y los jueves recibía a Jake y Amy, una pareja en crisis. Los viernes, por su parte, eran el día en que el propio Paul acudía como paciente a la consulta de su colega profesional Gina para tratar de poner en orden su atribulada vida familiar. De este modo, cada temporada de “En terapia” puede a su vez descomponerse en cinco, dependiendo de cómo prefiera el espectador afrontar su visionado: bien en horizontal (siguiendo el programa a diario, de lunes a viernes, lo cual proporciona una mayor visión de conjunto), bien en vertical (interesándose por un paciente cada vez, despachando primero todos los episodios del lunes si quiere centrarse en la trama de Laura o todos los del jueves si siente más afinidad por el matrimonio formado por Jake y Amy).

Los protagonistas de la primera temporada de "En terapia".

Cada episodio de “En terapia” se desarrolla en un espacio cerrado, el despacho de Paul (o el de Gina, los viernes), e incluye un máximo de tres o cuatro actores, aunque la norma general es que sólo haya dos protagonistas por capítulo. Esta austeridad prácticamente teatral es uno de los valores principales del producto y la razón de que su traslación a otras latitudes sea un hecho tan sencillo como efectivo. En toda la historia del medio catódico, posiblemente “En terapia” sea la serie de televisión que ofrece más por menos.

Antes de ser Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton, Mia Wasikowska bordó su papel como Sophie en la primera temporada de "En terapia".

El otro gran aliciente de la producción de cara a su exportación es su universalidad. Los casos a los que Paul hace frente como terapeuta son absolutamente veraces y cotidianos, perfectamente adaptables a las diferentes culturas e idiosincrasias nacionales, hasta el punto de que la serie convierte al espectador en una suerte de voyeur que se sentirá incómodo, conmovido o asqueado con algunas de las confesiones de sus protagonistas por considerarlas turbadoramente reales. Confesiones tan vívidas, tan gráficas en ocasiones, que nuestra propia cabeza las reimaginará audiovisualmente de un modo infinitamente más satisfactorio que si realmente estuviésemos viéndolas en pantalla. El sexo hablado de “En terapia” es más placentero, lascivo o denigrante cuando somos nosotros los que le damos forma a partir de las palabras del paciente de turno, y la explicación en primera persona de un trauma infantil resulta más desasosegante a través de un plano fijo sobre el rostro de quien lo enuncia de lo que jamás lo sería un explícito flashback en tonos ocres.

A Alison Pill le gustan las series de la HBO. En la segunda temporada de "En terapia" la vemos interpretando a April, mucho antes de unirse al reparto de "The Newsroom".

Aquí, claro, es preciso detenerse en los dos grandes pilares narrativos de la serie: guión y actores. Ambos van de la mano en una producción que rehuye cualquier artificio formal (no hay espectaculares movimientos de cámara ni vibrantes recursos de montaje, y apenas un par de minimalistas apuntes musicales aquí y allá) y pone toda la carne en el asador gracias a unos diálogos (y unos silencios) precisos y contundentes, de una naturalidad asombrosa que roza el milagro. Interpretados, además, por un reparto en continuo estado de gracia que se identifica a la perfección con sus roles hasta el punto en que uno finalmente olvida al actor y se queda prendado de la persona a la que encarna. La sensación de intimidad y empatía que uno alcanza con los personajes de “En terapia” es una de las experiencias más gratificantes que he vivido nunca con una serie de televisión. Que el mascarón de proa de este elenco dramático sea un grandísimo, inmenso Gabriel Byrne en el papel de su vida (y hablamos del infravalorado protagonista de films como “Muerte entre las flores” o “Sospechosos habituales”) es la mejor de las referencias posibles. Pero todos los demás actores, ya digo,  están igualmente sublimes.

De pequeño yo creía que los Byrne eran una sola familia multidisciplinar: Gabriel el actor; David el músico y John el dibujante de comics.

Con todo, tampoco sorprende el hecho de que “En terapia” sea una serie que ha pasado tristemente desapercibida para el público español. Ya editadas en DVD (sin audio en castellano, ojo) sus dos primeras temporadas, y a la espera de que llegue a las tiendas la tercera y última, es mucho más complicado encontrar en internet reseñas de esta serie en nuestro idioma que de otras infinitamente menos interesantes y más laureadas por crítica y público. Que el internauta medio babee con vistosas mediocridades como “Fringe” o “Homeland” existiendo una joya por descubrir como esta “En terapia” no es un misterio, y responde a la misma lógica de audiencias que rige el resto del entretenimiento audiovisual: las obras inteligentes requieren espectadores inteligentes, sí, pero también visibilidad pública. No está en mi mano resolver la primera condición. Para la segunda, esta efusiva recomendación es mi pequeña aportación a la causa. Espero que no caiga en saco roto.

domingo, noviembre 18, 2012

Haneke will tear us apart

“Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal.”

Teresa de Calcuta


Una vez más, el ciclo Cineuropa ofrece a los compostelanos la posibilidad de ver una de las películas más destacadas de la reciente producción internacional con adelanto a su estreno comercial en las salas españolas. Si hace unos días comentaba el caso de “Holy Motors”, hoy el protagonismo es para el último largometraje del siempre temible Michael Haneke. “Amour”, galardonada con la Palma de Oro en Cannes, no llegará a las pantallas nacionales hasta finales de diciembre (el día 21 si atendemos a su ficha en IMDb; el 28 si nos fiamos de FilmAffinity), pero unos cuantos hemos tenido la suerte de sufrir con ella este fin de semana en el marco del festival que se celebra actualmente en la capital gallega.

Sufrir, sí. Porque a poco que uno conozca la filmografía previa del cineasta austríaco ya debería saber que su descarnado naturalismo huye de cualquier complacencia posible y escarba con decisión en los recovecos más oscuros de la naturaleza humana. La novedad en el caso de “Amour” reside en la condición benévola de sus protagonistas, alejados de los caracteres monstruosos que poblaban las terroríficas “El vídeo de Benny”, “Funny Games” o “La cinta blanca”. No deja de resultar inquietante (y mucho) que ese demiurgo cruel que es Haneke se las haya arreglado para hacer del sentimiento más noble, puro y elevado de la humanidad, el amor, una de sus armas de destrucción emocional más virulentas.


La película presenta a una pareja de ancianos, ambos antiguos profesores de piano, que disfrutan de su senectud sin sobresaltos en su acogedor piso parisino. Su agradable cotidianidad quedará truncada cuando ella sufra una embolia y su movilidad y autonomía se vean drásticamente reducidas. Comienza entonces un proceso de degeneración física y mental que pone de manifiesto los robustos pilares que sostienen su matrimonio al tiempo que convierte su existencia en una agónica cuenta atrás de duración incierta. Los lazos familiares y de amistad (una hija distante, un alumno aventajado) se tensan y enrarecen en torno a la enfermedad, y las suspicacias se incrementan a medida que las energías y la paciencia se agotan. Así, lo que inicialmente parecía un hogar confortable, entorno envidiable en el que degustar los últimos años de un par de vidas, se convierte progresivamente en un mausoleo opresivo cuyas paredes caen sobre el espectador como una losa. En este espacio íntimo, dos protagonistas con cátedra, Jean-Louis Trintignan y Emmanuelle Riva, ofrecen sendas actuaciones perfectas, bordeando el milagro interpretativo y consiguiendo que todo resulte tan vívido y verosímil que uno realmente cree estar viendo ese amor del título en cada gesto, palabra y mirada que la pareja se dedica.


Con cadencia lenta y detallismo rayano en el regodeo, emulando el desacelerado ritmo de la decrepitud que se nos muestra en pantalla, la cámara de Haneke registra el día a día de una mujer absolutamente dependiente, mortalmente herida en su dignidad, y de un marido entregado a su cuidado, impotente ante una adversidad para la que no existe vuelta atrás. Fiel a sus postulados estilísticos, el realizador rechaza cualquier atisbo de floritura formal (ni siquiera la utilización de música extradiegética) y aboga por una visión frontal de los hechos (aunque ésta se consiga, irónicamente, haciendo un uso característico de la acción fuera de plano) que elude tajantemente la sensiblería con la que tantos otros habrían decidido abordar el mismo material. Para entendernos: según los estándares hanekianos, una cinta como “Arrugas” es prácticamente una comedia de los hermanos Marx.

Hay, sin embargo, una innegable ternura palpitando en todas las escenas de “Amour” que hace que su efecto anímico sea si cabe más desolador.  La historia narrada nos es tan cercana, tan irremediablemente cotidiana, que resulta imposible no empatizar con el drama de esa pareja de viejecitos que se siguen queriendo con locura tantos años después. Todos tenemos nuestras propias experiencias relacionadas con el deterioro físico y mental de nuestros mayores, y es inevitable proyectar en los personajes del film la congoja y frustración que sentimos en carnes propias al lidiar con la pérdida de aquellos seres que nos fueron tan queridos. Pero “Amour” funciona también como una premonición: aquel “como te ves me vi, como me ves te verás” que saluda al visitante del cementerio. La promesa funesta de que todos caminamos hacia el mismo destino.


El último trabajo de Haneke es una película soberbia que no ofrece tregua ni alivio. Es asfixiante y agotadora y te deja el corazón en los huesos. Sus imágenes se quedan contigo durante horas, días, recordándote de forma lacerante que todo lo que amas morirá algún día y que, como decía Nietzsche, “todo lo que se hace por amor se hace más allá del bien y del mal”. Una obra maestra del dolor que tardaré mucho tiempo en revisitar... si es que alguna vez encuentro fuerzas para hacerlo.

jueves, noviembre 15, 2012

La soledad del actor de fondo

"El mundo es un escenario, y todos los hombres y mujeres son meros actores"

William Shakespeare


Apenas unos días antes de su estreno en las salas comerciales españolas, el ciclo compostelano Cineuropa proyecta en tres abarrotadísimas sesiones la nueva película de Léos Carax, “Holy Motors”. El film, multipremiado en el pasado festival de Sitges y presentado unos meses atrás en Cannes (generando reacciones de lo más extremas), es una obra de culto instantánea casi por definición: precedida de gran expectación, controvertida, extravagante y sí, pretenciosa.


No conviene desvelar demasiado de la trama de “Holy Motors”. En gran medida porque no es sencillo describir a grandes rasgos el argumento del film: a lo largo de un día, un hombre llamado (tal vez) Oscar recorre en una limusina blanca la ciudad de París acudiendo a una serie de citas previamente establecidas. Partiendo de ahí, el realizador y guionista se las ingenia para construir una reflexión metacinematográfica centrada en la figura del actor (a un nivel conceptual), al tiempo que va introduciendo los elementos más bizarros y peregrinos que uno pueda imaginar, algunas veces con vocación metafórica y otras por simple capricho estético, en una críptica sucesión de acontecimientos de libérrima interpretación. La sombra de David Lynch es alargada, pero el triple mortal sin red que se marca Carax en esta cinta va más allá del simple corta y pega de referencias oníricas y adquiere desde sus primeros compases una fuerte personalidad propia.


Partiendo de la base de que uno siempre agradece el riesgo artístico, conviene aclarar que el riesgo en sí mismo no entraña triunfo, tan sólo un atractivo a priori. Y “Holy Motors” es, desde luego, tremendamente atractiva en su planteamiento, pero algunas de sus interesantes ideas (y tiene un montón) se despeñan por el desfiladero trazado sobre la fina línea que separa la genialidad del ridículo. Junto a momentos realmente inspirados conviven otros de torpe pedantería conformando un conjunto ecléctico, barroco y fundamentalmente irregular. Son abultados altibajos en un relato episódico, para más inri, que hace que uno deambule de la carcajada intencionada (la película tiene sentido del humor, eso es innegable) al estupor, pasando por un incrédulo arqueo de ceja. Su condición de artefacto autoconsciente, de cine que se sabe cine, tampoco ayuda a introducirse emocionalmente en la historia, y uno acaba presenciando “Holy Motors” desde la distancia con que observaría un cubo de Rubik, ajeno a cualquier forma de empatía. Intelectualizándola, en resumen.


Donde resulta difícil ponerle peros a la cinta de Carax es en términos plásticos y actorales. “Holy Motors” no es sólo un film repleto de instantáneas memorables, sino también uno brillantemente interpretado. Por una parte, prácticamente todos los secundarios poseen su momento para lucirse, y aunque la escena de Kylie Minogue será sin duda una de las más comentadas, las aportaciones de Elise Lhomeau como Léa/Elise y la jovencísima Jeanne Disson como Angéle me parecen mucho más meritorias. Mención especial para Edith Scob como la chófer de limusina Céline, que acompaña física y anímicamente a Oscar durante su larga jornada laboral.


Por otra parte, hablar de “Holy Motors” es en gran medida cantar las alabanzas a su protagonista: Denis Lavant. Actor fetiche de Carax (ha colaborado en cuatro de sus cinco largometrajes, además de en el segmento “Merde” de la antología “Tokyo!”), Lavant cumple aquí la titánica tarea de interpretar un papel que en realidad son once (¡once!) y de mantener a través de todos ellos una única identidad dramática que los vertebra. Hablamos de una de las mejores interpretaciones que he visto en pantalla grande este año (en mi nada modesta pero siempre discutible opinión); la clase de esfuerzo que merecería reconocimiento constante en cada certamen y festival en que la película se proyectase, independientemente de cómo el conjunto pueda magnificar o enturbiar su repercusión en cada espectador.


Resulta difícil hacer balance ante una propuesta tan rompedora, esquizofrénica e irregular como “Holy Motors”, que tiene tanto para amar como para detestar, y que parece destinada desde su concepción a no dejar indiferente a nadie. Yo mismo dudo de cómo se acallarán o amplificarán sus ecos en mi cabeza con el paso del tiempo y con futuribles revisiones. Y si bien es cierto que, como decía más arriba, asumir un riesgo no implica automáticamente alcanzar la gloria, también lo es que no puede haber gloria sin riesgo, y que ya sólo por esos momentos en que “Holy Motors” casi roza el cielo merece la pena descender a todos y cada uno de sus infiernos.

viernes, noviembre 09, 2012

Triángulos

"(...)
Triangles are my favorite shape
Three points where two lines meet
(...)"

"Tessellate", Alt-J


Me quejaba hace poco del decepcionante año musical que nos estaba dejando el 2012, y casi como un acto de justicia cósmica el universo ha respondido a mis críticas con el debut de Alt-J, “An awesome wave”. Tiras el gargajo al aire y te cae en la cara. Típico.

Recientes ganadores del Mercury Prize al disco del año, Alt-J (comando de Mac para escribir la letra griega Δ o delta) son un cuarteto de jovenzuelos modernísimos de Leeds que han pasado de ser unos absolutos desconocidos a banda revelación en apenas unos meses. Su primer largo arranca con una de esas prometedoras intros que inmediatamente despiertan la curiosidad, para luego descolocar con un interludio a capella (¿interludio? ¿a capella? ¿en la segunda pista?) que allana el terreno para el primer hit genuino del álbum: “Tessellate”. Un corte a caballo entre la sensibilidad dubstep de los penúltimos Radiohead y la mayor inmediatez pop de TV on the Radio que, unidas a la personalísima voz del cantante Joe Newman y a esa referencia más o menos velada a “El bueno, el feo y el malo” de Sergio Leone (“...three guns and one goes off / one's empty, one's not quick enough (…) Search the graves while the camera spins...”), redondean un sencillo incontestable.


Las alusiones a la cultura popular están también presentes en la balada “Matilda”, inspirada en el personaje de Natalie Portman en “Leon, el profesional” de Jean-Luc Besson; en “Ms”, en la que se construye una metáfora con juguetes LEGO; o en “Breezeblocks”, donde se hace mención explícita al “Where the wild things are” de Maurice Sendak. Éste último es además otro single evidente: más ritmo, más capas de voces y sonidos, más TV on the Radio y unos “please don't go, I love you so” finales que enamoran.

A medida que continuamos avanzando en el álbum, los estilos e influencias se mezclan con desparpajo (guitarras acústicas, arreglos electrónicos, originales maniobras vocales y hasta toques étnicos) sin que uno pueda destacar claramente unos temas sobre otros, tanto da que sean interludios aparentemente anecdóticos (con poco que ver entre sí, además) o composiciones de aspiraciones más grandilocuentes. “An awesome wave” bascula entre lo minimalista y lo barroco sin que uno acuse abrupción o desenmascare del todo el pastiche. Es un disco extraño dentro de sus convencionalismos, que fluye ajeno a ideas preconcebidas pero que no requiere de esforzadas segundas y terceras escuchas para plantear el meollo de su cuestión; un trabajo que parece rematadamente difícil de hacer, pero también sorprendentemente fácil de disfrutar. Tan inexplicable pero rotundo como el hecho matemático de que todos los ángulos de un triángulo sumen siempre 180 grados, sin importar lo agudos u obtusos que se pongan.

Y yo creo que le debo una disculpa al 2012.

martes, noviembre 06, 2012

Colaboración con ECC Ediciones: "Spaceman"

Anunciadas ya oficialmente las novedades de ECC para diciembre, toca por mi parte llamar la atención sobre la aparición de “Spaceman”, volumen recopilatorio que incluye al completo la miniserie homónima de 9 números publicada hace unos meses en EE.UU. No sólo porque el tebeo suponga el esperado regreso al sello Vertigo del tridente autoral formado por el guionista Brian Azzarello, el dibujante Eduardo Risso y el portadista Dave Johnson, sino también porque los textos editoriales (contraportada y artículo de cierre) corren a cargo de un servidor.


Así que ya lo sabéis: si todavía no habéis decidido qué pedirle a los Reyes estas Navidades o si simplemente estáis deseosos de reencontraros con el celebrado equipo artístico de “100 Balas” en una nueva cabecera de creación propia, “Spaceman” es vuestro comic.

lunes, noviembre 05, 2012

Shaken, not stirred

Icono cultural por repetición más que por calidad real, la figura de James Bond funciona a la manera de esos super-héroes del comic a los que ya les han pasado tantas cosas tantas veces que necesitan reinventarse regularmente para seguir siendo ellos mismos (y que viva el lampedusianismo). Con “Skyfall”, 23º film de la franquicia, el célebre personaje creado para la literatura por Ian Fleming celebra sus Bodas de Oro en la gran pantalla, y lo hace cumpliendo con la tradición y llevando algo nuevo, algo viejo, algo azul y algo prestado.


Regresa como protagonista el rubio Daniel Craig, la encarnación más tronista del agente 007 que se recuerde: un tipo al que uno se imagina sin dificultad dejando inconsciente al espigado Roger Moore de un cabezazo, pero al que cuesta creer como un seductor nato capaz de cautivar a cualquier mujer (por soviética o agente doble que sea) con sólo una mirada sensual y un martini con vodka en la mano. Craig es un Bond poligonero que se machaca en el gimnasio y desprecia a Turner (William, no Tina) pero que presume, al mismo tiempo, de ser el más humano y falible de la franquicia. Es el Bond que sangra y llora. El Bond que amó (en la estupenda “Casino Royale”), perdonó (en la olvidable “Quantum of Solace”) y que aquí empieza la película palmándola antes de los créditos, al más puro estilo “Sólo se vive dos veces”.


Sin embargo, cuando el pasado de su jefa M (Judi Dench, herencia fundamental de la Era Brosnan) regrese para castigarla por sus pecados, 007 volverá al servicio activo como salido de una popular rumba. Para ayudarlo a defender al MI6 y todo lo que el servicio secreto británico representa, Bond contará con el apoyo de la agente de campo Eve (Naomie Harris), la asistencia tecnológica del nuevo Q (Ben Wishaw) y la presión añadida de un nuevo supervisor, el burócrata Gareth Mallory (Ralph “Voldemort” Fiennes).


Si hay algo que define a este nuevo Bond más allá de los rostros ya conocidos o por conocer, es la identidad del responsable final del proyecto. Frente al cutrerío narrativo de “Quantum of Solace”, en la que el montaje epiléptico pretendía esconder las carencias como realizador de Marc Forster (que obviamente se sentía como un pulpo melodramático en el garaje del género de acción), “Skyfall” tiene tras las cámaras a un director del calibre de Sam Mendes, savia nueva capaz de lograr una radiografía de personajes y una poética de la violencia que eleva considerablemente el listón respecto a los habituales artesanos con que la saga había contado en las últimas décadas (con la posible excepción del mercenario Martin Campbell). Y si bien “Skyfall” no será recordada como la mejor película de Mendes, la cinta contiene momentos puntuales de auténtico genio. Sobre todo en su tercio central, en el que la trama alza el vuelo y ofrece un auténtico recital de adorables clichés bondianos (exóticas femmes fatales, mesas de juego y fauna depredadora inclusive). Son los minutos dorados de la cinta: posiblemente la mejor hora de 007 puro y destilado que hayamos visto en pantalla desde la Era Connery... y la pelea recortada contra los neones azules de Hong Kong entra desde ya en mi particular recopilación de greatest hits de la saga.


La guinda la pone la aparición de un villano carismático, ambiguo e inquietante, magistralmente interpretado por Pilar Javier Bardem. El camaleónico actor español, azote de la derecha tuitera, hace suyos todos y cada uno de los planos en que asoma su irreconocible permanente de color platino al tiempo que propone una némesis de ecos nolanianos alejada de las motivaciones habituales en los enemigos del espía británico. La pena es que la presencia de este sádico Silva se diluya progresivamente tras la intensa persecución londinense, justo antes de que un Aston Martin DB5 parta la cinta en dos y redirija la franquicia hacia derroteros inéditos e insospechados.


Para cuando uno descubre a qué viene el “Skyfall” del título y por qué los créditos del principio (aderezados con la dulce voz de Adele) eran como eran, la película se ha convertido en un drama de personajes más próximo al cine de Sam Peckinpah (la referencia es obvia) que a las claves habituales del blockbuster de espías supervitaminado. Una arriesgadísima maniobra, tal vez fallida, de la que Mendes se resarce entregando un final hábilmente nostálgico, cargado de complicidad con el fan histórico de la saga.


Más allá de su efectividad como thriller de acción al uso, “Skyfall” funciona maravillosamente como homenaje y compendio de medio siglo de mitología cinematográfica. Una suerte de Ultimate Bond (volviendo al terreno de los super-héroes) que entronca directamente con su referente original (el Universo 616, por seguir con el símil marvelita) y lo completa de un modo inesperado, generando una hermosa paradoja de gallinas y huevos. Y así, el proceso de precuelización iniciado en “Casino Royale” llega a sus últimas consecuencias con el cierre de “Skyfall”, giro imposible en la cinta de Möbius que suponen los 50 años de aventuras del espía más famoso de la historia del cine.

Felicidades, James. Y que cumplas muchos más.

viernes, noviembre 02, 2012

...just wanna have fun

¿Una serie de la HBO protagonizada por cuatro amigas afincadas en Nueva York (la escritora, la sensata, la desvergonzada y la mojigata) que sigue el día a día de sus vivencias más íntimas? Suena a completo déjà vu, lo sé. Y, más importante aún, a la clase de producto que inicialmente no encajaría con mis inquietudes televisivas habituales. ¿Cómo se comprende, entonces, que un servidor haya caído en las redes de un programa como “Girls”, heredera antinatural (o antiheredera natural) de la celebérrima “Sex and the City”?


Poster promocional de la primera temporada de "Girls".

Vaya por delante que a mí me gustaba moderadamente la serie de Carrie, Samantha, Charlotte y Miranda, esas treinta/cuarentañeras ricas, frívolas y procaces; mujeres de éxito (supuestamente) liberadas que coleccionaban calzado de firmas exclusivas y salían con ejecutivos montados en el dólar y reputados artistas rusos. No es que haya visto sus no-sé-cuántas temporadas de cabo a rabo, vaya, pero si pillaba un episodio por televisión me quedaba viéndolo hasta el final con una sonrisa en la cara.

Lena Dunham es Hannah. Y yo conozco a una tipa clavada a ella.

Mi relación catódica con “Girls” apunta bastante más alto: la serie producida por Judd Apatow y creada, escrita, dirigida y protagonizada por Lena Dunham (26 años, que se dice pronto) ha hecho méritos más que suficientes en su primera remesa de episodios (10 capítulos de 30 minutos cada uno) para que aguarde con interés su segunda temporada. Para entender este fenómeno es preciso que os quedéis únicamente con la primera frase de esta entrada y obviéis, de ahí en adelante, cualquier posible parecido con “Sex and the City”. Del mismo modo en que la protagonista principal del show (Hannah Horvath, interpretada por la propia Dunham) entiende sus ensayos literarios como “la voz de su generación o, al menos, una voz de alguna generación”, “Girls” se propone seriamente representar a una parte destacada de la sociedad actual: los afortunados y consentidos hipsters veinteañeros del primer mundo. Los que viven pegados al móvil y espían a sus ex por el Facebook, escriben blogs para dar rienda suelta a su vena artística, aceptan trabajos de mierda para poder independizarse de unos padres que no saben cuándo cerrar el grifo y confunden con demasiada frecuencia el sexo con el amor, el amor con la compasión y la compasión (ay) con el sexo. Y que por el medio tanto te citan, con idéntico desparpajo, a Flaubert que a Beyoncé.

“Talkin' 'bout my generation”, que decía Roger Daltrey.

Allison Williams es Marnie, que me recuerda muchísimo a alguien que conozco.

Resulta tan divertido reconocer en los personajes de “Girls” patrones de comportamiento que he visto una semana antes en alguno/a de mis amigos/as como turbador es asumir que los defectos de estas arrogantes niñas de papá y mamá incapaces de dejar atrás sus delirios bohemios de adolescencia son los mismos que minan a diario mi relación con el mundo y con todos los otros seres humanos (e infrahumanos) que lo habitan.

Y si bien parte del atractivo que “Girls” ejerce sobre mí tiene que ver con el particular momento vital en que me encuentro (determinado en gran medida por la crítica coyuntura laboral), resulta obvio que esta identificación con algunas emociones y reflexiones de sus protagonistas proviene también de la inteligencia intrínseca del programa: dirigido con resultona sobriedad, interpretado con convicción y estupendamente escrito.

Jemima Kirke es Jessa, y desde el principio de los tiempos los hombres y las mujeres se han encaprichado de depredadoras como ella.

“Girls” es una serie con vocación de dramedy low-cost (al estilo de films recientes tan recomendables como “Beginners” y “El amigo de mi hermana”) que desdeña el glamouroso e idealizado romanticismo tan habitual en las sit-coms yankis (el género televisivo de usar y tirar por excelencia) y se aproxima más al espíritu deliciosamente indie de propuestas catódicas como “Bored to death” y “Wilfred”.

Por otro lado, conviene desterrar la sospecha de que “Girls” sea una serie interesante únicamente para el público femenino (crítica recurrente esgrimida por un montón de hombres contra la mentada “Sex and the City”). Más allá del argumento de cajón (yo soy tío y me gusta), pensar así a estas alturas del siglo XXI por el mero hecho de que su reparto principal esté compuesto por féminas me parece una soberana idiotez, del mismo modo en que me parecía prehistórica la actitud de tantos varones heterosexuales (¿o no?) al manifestar su rechazo hacia el film “Brokeback Mountain” por tratarse de “una historia de maricones homosexuales”.

Lejos de su secundario papel en "Mad Men", Zosia Mamet es la virginal Shoshanna. El mundo está lleno de Shoshannas: es un hecho.

Más allá de sus pechos y vaginas, las chicas de “Girls” son caracteres complejos y relevantes, dotados de una veracidad en sus diálogos y en sus relaciones que entronca no ya con el sentir de la juventud actual, sino con el zeitgeist al completo del acomodado mundo occidental. Y si estas muchachas parecen a veces demasiado egoístas, quejicas, inconscientes, arrogantes, libertinas o bipolares, tal vez sea porque esos tópicos son algunos de los rasgos más característicos de su edad y condición social, tanto da cuántas X o Y tenga uno en el par 23.

Como le escribía el otro día por WhatsApp a otra chica muy distinta (o quizás no tanto): “tp se puede culpar a nadie x ser idiota con 20 años, es part del lote”.

miércoles, octubre 31, 2012

Folk para las masas

Si algo no está roto, ¿para qué arreglarlo?”, debió pensar Marcus Mumford cuando entró al estudio junto a sus “hijos” para grabar su segundo LP: “Babel”. El cuarteto londinense había dividido ferozmente a la crítica con su primera referencia, “Sigh no more”, pero se había ganado de calle a un público que hasta hace apenas unos días aguardaba ansioso la continuación a su (y esto es una apreciación personal) excelente debut. La espera estuvo amenizada con una serie de conciertos donde Mumford & Sons adelantaron algunos temas de su nuevo disco y demostraron rotundamente que su mejor arma es el directo.


Extremadamente fieles a las señas de identidad que los han hecho célebres (profusión de voces, un banjo omnipresente y un gusto paroxístico por los crescendos épicos), las canciones de “Babel” son tan intercambiables con las de “Sigh no more” que una primera escucha se salda inevitablemente con la decepción. El inmovilismo es un privilegio apenas reservado a las grandes figuras de la música en su fase de decadencia (y ni con ésas). Los nuevos valores están obligados a moverse más allá de su zona de confort si no quieren convertirse en estrellas fugaces en un universo cada vez más atestado de luz y sonido.

Debido a esta ingente cantidad de nuevas bandas y títulos perecederos, se siente uno tentando, ya de primeras, a aparcar en lo más recóndito del disco duro este “Babel” que tan poco aporta a lo que ya sabíamos de la “familia” Mumford y dejar que pase el siguiente, a ver si hay más suerte. Pero no sería justo, pues se estarían infravalorando composiciones del calibre de “I will wait” (acertadísima elección como single de anticipo), “Hopeless wanderer” o “Broken crown”; deliciosos himnos folk-rock perfectamente adaptados para encandilar a un público informe e indiscriminado al que el folk, por definición, se la resbala.


Ésa es la grandeza y también la maldición de Mumford & Sons: en sus discos convive una vocación claramente comercial, enfocada al éxito masivo, con un talento innegable para elaborar temas con pegada. Su sonido es tan atractivo y digerible, con una producción tan limpia y recatada, que cualquier complejidad a mayores parece casi un extra (con lo fácil que es poner el piloto automático y continuar pariendo hits basados en una fórmula ya conocida). Tal vez el camino de rosas en que se ha convertido su aún incipiente carrera los disuada de seguir explorando las posibilidades creativas que sin duda se intuyen más allá de los tics y manías que hoy por hoy constituyen su discografía, pero servidor tiene bien claro que si al final acaban siendo digeridos y defecados por la industria, la culpa la tendrá la falta de ambición musical y no la ausencia de un talento genuino y manifiesto.

Una cosa es segura: con el tercero, o dan un paso al frente o se despeñan.


P.D.: la edición especial de "Babel" incluye entre sus bonus tracks una de las mejores versiones del clásico "The boxer" de que tengo constancia, interpretada junto al guitarrista Jerry Douglas y al mismísimo Paul Simon. Con todo, el buen resultado no es tanto mérito de la reinvención como del hecho de que esta canción lo aguanta todo.