miércoles, junio 20, 2012

Entre el subamor y el superodio

Uno ha de aprender a vivir con sus propias contradicciones. Supongo.

A veces se da el caso de que una obra (sea una película, un tebeo, una novela o un disco) genera en el abajo firmante toda suerte de sentimientos encontrados e, incluso, aparentemente irreconciliables. También me pasa con algunas personas pero, como diría Michael Ende, "ésa es otra historia que deberá ser contada en otro momento". El último esfuerzo discográfico del grupo jienense Supersubmarina (¿no es su propio nombre, con esos prefijos antitéticos, un oxímoron en toda regla?) trae de nuevo aparejada esta sensación de incongruencia que ya me habían despertado su primer álbum, “Electroviral”, y el posterior EP “Realimentación”.

Supersubmarina es, de entrada, un grupo que no debería gustarme. Porque suenan a refrito (Lori Meyers + Vetusta Morla + un-no-sé-qué-de-radiofórmula-que-me-recuerda-a-El-Canto-del-Loco), porque sus letras son bochornosas, porque sus melodías son de una sencillez alarmante y porque cuando quieren “ponerse sociales” (lo intentaban en “Electroviral” con “XXI” y lo vuelven a intentar ahora, con cierto tufo coyuntural, con “El baile de los muertos”) me parece estar escuchando a esos niños que salen en la tele explicando cosas que no terminan de comprender para que los adultos puedan reírse a gusto de su inocencia.


Y, aún así, no puedo negar que la escucha de “Santacruz” me produce una clase de vergonzante satisfacción musical que me lleva a preguntarme seriamente cuáles son los méritos reales de Supersubmarina. El más obvio es su capacidad adictiva: la mitad de las canciones incluidas en este segundo álbum es tan pegajosa como un chicle en la suela del zapato; como una esquirla de palomita de maíz adherida al velo del paladar. La propuesta de los andaluces es apreciable en las distancias cortas: temas breves y enérgicos con estribillos que se asimilan a la primera escucha; un buen puñado de singles potenciales que darían para un nuevo EP tan convincente como el previo “Realimentación” (que funcionaba, precisamente, por su contundente brevedad).

Las iniciales “Canción de guerra”, “Santacruz”, “Hermética” y “En mis venas” forman un cuarteto que se disfruta alegremente del tirón, pese a sus evidentes carencias líricas (en “Hermética” les faltaron “diabética”, “osmótica” y “helvética” para llevarse la muñeca chochona). Estas cuatro primeras, ya digo, me gustan bastante. Luego la cosa comienza a torcerse con “Tu saeta”, que baja las revoluciones permitiendo al oyente rascarse el paladar para quitarse el cuerpo extraño que nota al tragar, y en esas dudas el hechizo se rompe y uno se da cuenta de que quizás ya va siendo hora de cambiar de banda sonora y ponerse algo realmente alimenticio. Poco ayuda que la inmediatamente posterior “Para dormir cuando no estés” suene tan descaradamente a Vetusta Morla que uno se pregunte si no se habrá descargado comprado el disco del grupo equivocado.


Pasada la vergüenza ajena de la mentada “El baile de los muertos” (el epítome de la canción protesta del nuevo siglo: ¡qué malos son los mercados y las hipotecas!) llega “De las dudas infinitas”, una de esas baladas pastelosas que me daría repelús si no fuese porque, inesperadamente, consigue ponerme más tierno que el pan Bimbo sin corteza. Lo sé, yo tampoco me lo explico. Con “Cometas” me pasa como con esa muchacha de aspecto interesante que de pronto se echa un eructo poniendo cara de gorila y pierde de golpe todo su sex-appeal. En este caso, una imaginativa conjugación del verbo “converger” me saca de la canción desde su segunda estrofa y luego ya no puedo tomármela en serio por más que el contagioso estribillo se esfuerce por traerme de vuelta al redil.

Contra todo pronóstico, el último tercio del disco aún guarda dos sorpresas positivas. Mientras “Hogueras” ejerce de estimulante cierre con aires funkies (y unos lalalás finales que pueden dar mucho de sí en el directo), “Tecnicolor” se revela desde la primera escucha como el auténtico hit del LP. Da igual que la letra sea otra parida marca de la casa (con un extraviado “joder” que no suena ni la mitad de macarra de lo que probablemente pretendían los supersubmarinos): el estribillo es tan rematadamente bailongo y buenrollista que a uno casi se le olvidan los acantilados musicales que ha tenido que escalar para llegar hasta estas alturas de “Santacruz”.

Se repiten punto por punto, entonces, las sensaciones generadas hace un par de años por “Electroviral”: las canciones de Supersubmarina que no me ruborizan me hacen estúpidamente feliz. Y lo cierto es que a día de hoy sigo sin decidirme entre ubicarlos en la parcela del subamor o desterrarlos al ámbito del superodio. Pedazo de guilty pleasure, en todo caso.

domingo, junio 17, 2012

El reino de Anderson

Por regla general, los realizadores de cine con un estilo narrativo y estético especialmente característico suelen generar las más polarizadas reacciones entre los espectadores. Tipos como Tim Burton, Quentin Tarantino o Jean-Pierre Jeunet, tan fieles a su propio libro de estilo que en numerosas ocasiones uno no puede evitar preguntarse cuánto hay de personalidad y cuánto de autoplagio en su obra, mueven al encarnizamiento más visceral en el ámbito del debate entre aficionados al cine. Dentro de este grupo de directores, uno de los más esquivos para el gran público es Wes Anderson, claramente reducido (en términos comerciales) a la consideración de autor de culto, además de ser uno de los que suscita los rechazos y adhesiones más pronunciados. Pareciera que, haga Anderson lo que haga, sus defensores encontrarán razones más que suficientes para encumbrarlo y sus detractores sentirán que el responsable de títulos como “Viaje a Darjeeling” o “Fantástico Mr. Fox” ha vuelto a tomarles el pelo.


El estreno hace unos días de su último largometraje (recientemente proyectado en el Festival de Cannes) ofrece una ocasión perfecta para que los seguidores de Anderson nos rindamos a sus nuevas ocurrencias, sus críticos se desgañiten arremetiendo contra su condición de icono gafapasta y, sobre todo, los desconocedores de su filmografía puedan descubrir al realizador de Houston (Texas) a través de uno de los trabajos que mejor representan su imaginario personal.


“Moonrise Kingdom” viaja hasta 1965 para retratar el amour fou entre Sam (encarnado por el debutante Jared Gilman), un boy-scout huérfano e incomprendido, y Suzie (una también primeriza Kara Hayward), ávida devoradora de literatura fantástica que se siente aprisionada en una familia de afectos desnaturalizados. La pareja planeará una fuga hacia lo salvaje que revolucionará el pequeño pueblo costero donde se cruzan las infelices vidas del jefe de exploradores Ward (Edward Norton), el policía depresivo Sharp (Bruce Willis) o la pareja de abogados (y padres de Suzie) formada por Walt y Laura Bishop (Bill Murray y Frances McDormand, respectivamente). Completan el espectacular reparto de la cinta los nombres de Harvey Keitel, Tilda Swinton y Jason Schwartzman.


Bastan apenas 30 segundos de “Moonrise Kingdom” para identificar inequívocamente la mano de su responsable tras las cámaras: la característica paleta cromática, el ecléctico uso de la música (que, además de las composiciones originales de Alexandre Desplat, en esta ocasión abarca diversas piezas de Benjamin Britten, Hank Williams y Françoise Hardy), el zoom vintage y los siempre reconocibles travelings laterales despejan cualquier duda posible. También encontramos en la película su personalísimo humor, más simpático que descacharrante, y esa melancolía implícita en la visión que el director tiene de las relaciones humanas (con la familia desestructurada como constante telón de fondo).


Las mejores escenas de “Moonrise Kingdom” provienen del sentido de descontextualización omnipresente en el libreto firmado por Anderson y su colaborador habitual Roman Coppola (hijo de Francis Ford y primo de Jason Schwartzman). Mientras los niños protagonistas reflexionan y se comportan como adultos de lógica intachable, los supuestos adultos riñen como chiquillos incapaces de tomar conciencia de sus auténticas emociones. Los boy-scouts son presentados como un cuerpo militar regido por una disciplina espartana, permitiendo diálogos y situaciones que homenajean en tono y forma a los clásicos bélicos y al cine de evasiones. Pese al marcado tono fabulístico de la cinta, la corrección política brilla por su ausencia: Sam es un niño de doce años que fuma en pipa y tiene conversaciones sobre mujeres mientras bebe cerveza; Suzie experimenta sin rubor las vicisitudes del despertar sexual y protagoniza estallidos de violencia que terminan en sanguinario acuchillamiento. Pese a la imagen cándida de su cartel y a estar protagonizada por críos, “Moonrise Kingdom” no es una película para niños, sino una película para aquellos adultos capaces aún de recordar con nostalgia la ingenuidad con que los niños viven el sentimiento del primer amor. Lo cual no significa que “Moonrise Kingdom” no sea una cinta cándida a pesar de todo. Lo es, y mucho.


Detrás de su kitsch extravagancia audiovisual, del patetismo de sus personajes de mediana edad y de sus surrealistas situaciones tragicómicas, Wes Anderson se descubre una vez más como un romántico disfrazado de cínico, y también como uno de los directores más personales e inconfundibles del panorama cinematográfico actual. “Moonrise Kingdom” es la última muestra de su gran talento, aunque también una de esas películas que uno no se siente capacitado para recomendar a todo el mundo. A mí el realizador de Texas ha vuelto a conquistarme pero, tal y como decía en el primer párrafo, “hipsters gonna hip” y “haters gonna hate”. Advertidos quedáis.