lunes, diciembre 24, 2012

Regreso a la Tierra Media

Chandler: ¿No leíste “El Señor de los Anillos” cuando estabas en el instituto?
Joey: No. En el instituto tenía sexo.


Uno de los carteles publicitarios de "El Hobbit: Un viaje inesperado".

Vaya por delante que, al igual que Joey Tribbiani, un servidor no ha leído en su vida una sola palabra escrita por J.R.R. Tolkien. Lo cual no impidió que en su momento disfrutase como un cochino en un lodazal con la trilogía del anillo que Peter Jackson estrenó en cines entre 2001 y 2003. “La Comunidad del Anillo”, “Las Dos Torres” y, sobre todo, “El Retorno del Rey”, me parecen inmensas cintas de evasión y fantasía, paradigmáticas junto a los episodios IV, V y VI de “Star Wars”, la primera trilogía de Indiana Jones y la más reciente “Avatar”, de lo que debería ser el cine espectáculo para el gran público.

Una ilustración de John Howe, ¿no?

Encumbrado tras su (muy lucrativa) hazaña anular, Peter Jackson, un director hasta entonces poco conocido en el circuito comercial (provenía del gore de serie Z y apenas había filmado un título con vocación de trascendencia, “Criaturas celestiales”), se convirtió de la noche a la mañana en uno de los niños bonitos de la industria, lo cual le permitió afrontar con gran libertad creativa y aún mayores presupuestos la materialización de dos films tan olvidables como el último remake de “King Kong” y la traslación al celuloide de la novela “The lovely bones”.

Pese a que en un primer momento Jackson se mostró reacio a dirigir personalmente la inevitable adaptación de “El Hobbit” (primera narración de Tolkien ambientada en el universo de “El Señor de los Anillos”), la espantada del realizador mejicano Guillermo del Toro (que finalmente se decantaría por la prometedora “Pacific Rim”) obligó al guionista y productor neozelandés a sentarse de nuevo en la silla de director para filmar lo que en principio serían dos nuevas entregas (precuelas, en realidad) de la franquicia.

Enanos, enanos everywhere...

La asimilación de la estereoscopia como condición sine qua non del blockbuster actual (desmentida hace poco por el rotundo éxito comercial del último y bidimensional Batman de Christopher Nolan) y el empeño de Jackson por impulsar la implantación en las salas de los 48 frames por segundo obtuvieron rápidamente todas las atenciones por parte de los medios especializados y los fans ansiosos de noticias sobre el proyecto, dando quizás por sentado que serían sólo estos aspectos técnicos los que podrían empañar el resultado final. Cuando el realizador declaró, apenas unos meses antes del estreno de su primera entrega (“Un viaje inesperado”), que “El Hobbit” no serían dos películas sino tres, muchos comenzaron a preguntarse cómo lograrían convertirse apenas 300 páginas de libro (menos de las que contaba cada una de las tres novelas que componen “El Señor de los Anillos”) en más de 8 horas de metraje, despertando otro tipo de dudas que nada tenían que ver con la tecnología y mucho con la estructura del relato.

Vista por fin la primera película de esta nueva trilogía (en 2D y a 24 fps, pues como dice el famoso meme), la conclusión me parece evidente: “El Hobbit: Un viaje inesperado” es una cinta desmesurada en todos sus aspectos, desde su exagerada duración (le sobra prácticamente una hora) hasta su hiperbólica grandilocuencia narrativa.

Aragorn Thorin, hijo de Thrain.

Sus primeros 45 minutos sirven como enlace con la trilogía del anillo, como prólogo para la nueva/vieja aventura de Bilbo Bolsón y como soporífera presentación de una pandilla de enanos apátridas fastidiosamente cantarines de los cuales apenas dos o tres parecen tener trascendencia en el devenir dramático de la historia. Jackson se regodea en los detalles al describir su venerado universo de ficción y mueve la cámara con una soltura mareante, trazando al vuelo planos-secuencia imposibles, mientras el excelente compositor Howard Shore sale del paso con una banda sonora que recicla partituras de hace diez años sin aportar nada especialmente memorable al nuevo film.

-¡No puedes pasar, final boss!

Visualmente apabullante (hasta la saturación, me temo), la película deriva a partir de ahí en una sucesión de escenas a modo de episodios deslavazados (ahora unos trolls del bosque, ahora una pelea entre gigantes de piedra) aquejadas de un infantilismo inédito en las entregas precedentes de la saga. No sólo el personaje de Radagast el Pardo, montado en un trineo tirado por liebres (?), parece recién salido del armario de C.S. Lewis, sino que caracteres ya conocidos como Gandalf muestran el lado más cómico y naïf de su personalidad. Poco me importa que estas flaquezas vengan heredadas del material a adaptar (cosa que sólo puedo suponer): lo que funciona en un medio (el literario) no tiene por qué funcionar en otro (el cinematográfico), mientras que lo que antes sí funcionaba (la épica de espada y brujería, el drama consistente) tiende a adulterarse cuando se diluye entre chascarrillos ingenuos e innecesarios momentos musicales.

Radagast de Narnia.

Tanto es así que apenas he sentido que esta cinta perteneciese al mismo universo mitológico que “El Señor de los Anillos” en una sola escena: la de la espléndida reaparición del carismático Gollum. El portador del Anillo Único es el Leo Messi de la Tierra Media; la clase de estrella que en un partido olvidable puede de pronto lucirse con una jugada individual de quitarse el sombrero y darle la vuelta al marcador. Así, esos estupendos 10-15 minutos de acertijos en la oscuridad (casi) consiguen compensar todo el aburrimiento previo y todo el agotamiento posterior, y suponen el único oasis de magia y excitación genuinas en 165 interminables minutos plagados de cameos improcedentes (¿de verdad era necesario recuperar a Elijah Wood o a Christopher Lee para esto?) y de secuencias de acción importadas de la última entrega del videojuego “Diablo”.

Smeagol: balón de oro 2012.

“El Hobbit: Un viaje inesperado” es una decepción en toda regla. Una película aquejada de elefantiasis, que le deja a uno las meninges fatigadas y el corazón impertérrito. Y todavía quedan otras dos…

sábado, diciembre 15, 2012

Carne, hueso y metal

Como no sólo de orcos y elfos vive el hombre, en pleno furor por la Tierra Media tras el desembarco en nuestro país de la primera parte de “El Hobbit”, se cuela este fin de semana en las salas españolas, con larga demora respecto a su estreno en tierras transalpinas, la última película del realizador galo Jacques Audiard: “De óxido y hueso” (“De rouille et d'os” en el original). Viniendo del director de una joya del calibre de “Un profeta” (oro en mi podio cinéfilo de 2010), resulta comprensible que mis expectativas respecto al film estuviesen muy altas; quizás de un modo injusto. Así, conviene aclarar de antemano que “De óxido y hueso” transita derroteros melodramáticos muy diferentes al áspero género negro en que se movía su predecesora, y que puestos a compararla con otros ejemplos de cine reciente, el primer nombre que me viene a la cabeza es el del cineasta mejicano Alejandro González Iñárritu.


“De óxido y hueso” narra el encuentro fortuito pero trascendental entre dos personas procedentes de distintas realidades sociales. Ali es un inmigrante belga que llega a la ciudad costera de Antibes con su hijo de cinco años, buscando cobijo en la casa de su hermana. Sin recursos económicos, con un bajo perfil laboral y con su experiencia como luchador de boxeo como único atractivo curricular, Ali consigue un empleo como portero de discoteca y comienza a interesarse por el submundo de las peleas clandestinas. Interrumpiendo una trifulca en la puerta del local nocturno en que trabaja, este hombre de pocas luces conocerá a Stéphanie, una atractiva amaestradora de orcas en el parque acuático. La vida de ambos dará un vuelco inesperado cuando Stéphanie sufra un accidente durante una de las representaciones de su espectáculo y le tengan que ser amputadas ambas piernas.


Con estos trágicos ribetes resulta inevitable reconocer que el ratio de desgracias por minuto en los primeros compases de “De óxido y hueso” sitúa la cinta al borde de ese tremendismo gratuito más emparentado con el clásico telefilm tróspido de sábado tarde que con los dramas realistas con los que un servidor suele comulgar habitualmente. Historias rocambolescas las vemos a diario en la sección de sucesos de los periódicos, pero la ficción cinematográfica no es un juego de azar (como la vida), y la superabundancia de desgracias puede acabar colmando la suspensión de la incredulidad del espectador mínimamente reflexivo.


Por suerte, allí donde el mentado González Iñarritu suele patinar (el tipo disfruta torturando a sus personajes más allá de toda credibilidad), Audiard y su co-guionista Thomas Bidegain tienen la sensatez de dar una de cal y una de arena. Los protagonistas de “De óxido y hueso” son personas zarandeadas sin piedad por la vida, cierto, pero esto no les impide gozar de momentos de paz e incluso felicidad, por mucho que uno siempre se mantenga alerta ante la posibilidad de un final gratuitamente trágico que termine por descompensar este equilibrio entre luces y sombras.


Repleta de destellos lumínicos y siluetas proyectadas a contraluz por personajes fuera de plano, la fotografía de “De óxido y hueso” reincide constantemente en contrastes nocturnos/diurnos y en el mensaje metafórico de que hay que caminar hacia la luz y abrir las ventanas de la propia vida para no ahogarse en un pozo de lágrimas. Filmada cámara en mano y haciendo inmejorable uso de las técnicas infográficas para simular la invalidez de su protagonista femenina, la película deslumbra en términos puramente estéticos y ofrece imágenes contundentes subrayadas en ocasiones por una inteligente selección musical de última hornada (Bon Iver, Django Django e incluso... ¡Katy Perry!), y en otros momentos sumidas en el más rotundo y efectivo silencio (como el espléndido plano del reencuentro entre amaestradora y animal).


Matthias Schoenaerts encarna con rocosa contundencia a un personaje tan físico (primitivo, en esencia) como Ali, pero es sin duda Marion Cotillard (incluso sin piernas, la actriz más hermosa del mundo) quien encandila sin remedio al espectador con su interpretación de Stéphanie. La artista francesa continúa así compaginando una meteórica carrera en el cine anglosajón (la hemos visto en las últimas películas de Christopher Nolan, pero también en la escapada parisina de Woody Allen, en el musical “Nine” y en los “Enemigos públicos” de Michael Mann) con trabajos más arriesgados en su país de origen.


“De óxido y hueso” es una cinta notable en muchos aspectos, a la que finalmente acaba perjudicando una cierta dispersión en sus tramas: demasiados elementos (inmigración, minusvalía, paternidad irresponsable, peleas ilegales e incluso un rápido vistazo a la eterna lucha de clases) que no terminan por eclosionar en un relato que desplaza alternativamente su foco de uno de los protagonistas al otro, sin convertirse en ningún momento en la película de ambos. Con todo, se encuentra muy por encima de la media cinematográfica de este 2012 que ya se despide, y sin duda se merecería bastantes más atenciones por parte del público español de las que posiblemente le acabe concediendo la última super-producción inspirada en la obra de Tolkien.