lunes, abril 29, 2013

¿A qué huele Terrence Malick?

Que Terrence Malick se merece su propio celebrities de Muchachada Nui es algo que me parece indiscutible.

Errático, místico y más alérgico a las comparecencias públicas que J.D. Salinger, el realizador de “La delgada línea roja” es uno de los personajes más curiosos del cine actual, y uno de los directores de culto que más dividen a la platea. No hay más que echar un vistazo al recibimiento que unos y otros profesaron a su película más ambiciosa hasta la fecha: la densa, poética y pretenciosa hasta el paroxismo “El árbol de la vida”. Cinta que a mí, dicho sea de paso, me pareció en su día un melocotonazo cinematográfico de primera categoría.
 

Contra todo pronóstico, pues el hombre es capaz de pasarse décadas sin estrenar película sin que eso parezca preocuparle lo más mínimo, Malick regresa a la cartelera menos de dos años después de su arbórea odisea cósmico-metafísica con un título que engrandecerá más todavía el abismo que separa a sus apologistas de sus detractores: “To the wonder”.


El nuevo film reproduce a pies juntillas el libro de estilo del cineasta, plagando sus dos horas de duración de profundos monólogos interiores, planos de gente de espaldas a cámara caminando hacia la línea del horizonte y bellísimas piezas de música clásica en sinergia con un trabajo de fotografía apabullante. Que de ahí salga una buena película ya es otro cantar.


En un arriesgado ejercicio de libertad creativa (o de soberbia, según se mire), el bueno de Malick decidió escribir el libreto de “To the wonder” durante el proceso de montaje del film, añadiendo tantas líneas de voz en off como fuese preciso para verbalizar aquello que sus imágenes pretenden transmitir al espectador. Quizás así se explique la sensación generalizada de que los intérpretes nunca sepan realmente qué demonios están haciendo y por qué. La pluscuamperfecta Olga Kurylenko, habitualmente resignada a papeles en los que sólo importa su cara bonita, da vida con convicción a una joven madre francesa que reencuentra el amor en un técnico medioambiental estadounidense encarnado por el torpe e inexpresivo Ben Affleck, flamante ganador del Oscar a mejor película por la efectiva (aunque sobredimensionada) “Argo”. Rachel McAdams y Javier Bardem también aparecen un rato en pantalla, y su presencia se me antoja tan desaprovechada que me cuesta recordar qué pintaban sus personajes en todo esto.


Dirán los defensores del film que “To the wonder” trata sobre la naturaleza esquiva y caprichosa del amor en sus múltiples facetas: amor de pareja, amor de madre (sí, como el tatuaje), amor a Dios. No deja de ser cierto, pero lamento decir que a mí la película sólo me ha despertado un pequeño atisbo de síndrome de Stendhal (algo que hasta la fecha Malick siempre había conseguido transmitirme plenamente en cada uno de sus films) en sus primeros compases, cuando su innegable impacto audiovisual no había sido engullido aún por una de las propuestas cinematográficas más pedantes y soporíferas que recuerdo haber visto en un cine en mucho tiempo (Isabel Coixet aparte). “To the wonder” me ha parecido larga y reiterativa; un ejercicio estético primoroso al servicio del más absoluto vacío narrativo, camuflado bajo las reflexiones pseudopoéticas de un cineasta convencido de su propia infalibilidad.

Un auténtico coñazo, vaya.

lunes, abril 08, 2013

De Liefeld a Moebius pasando por Burroughs

Hace dos décadas, varios de los dibujantes más sorprendentemente sobrevalorados de la industria norteamericana del comic se plantearon abandonar el seno de las grandes editoriales, a las que acusaban (con razón) de lucrarse con el trabajo de unos creadores a los que se habían negado durante décadas los derechos de explotación de sus creaciones. Tipos con las escasas aptitudes artísticas de Todd McFarlane, Jim Lee o Marc Silvestri, auténticos superventas en una época en la que cabeceras como “Spider-man” o “X-Men” llegaron a imprimir hasta un millón de ejemplares (para que os hagáis una idea, el “Justice League of America #1”, publicado en febrero de este año, alcanzó los 307.734 ejemplares y fue el comic más vendido de DC Comics en el presente siglo) fundaron entonces una nueva editorial, Image Comics, en la que cada uno sería amo y señor de sus obras, sin más cortapisas creativas que las que sus (limitados) talentos les impusiesen. Image Comics fue un absoluto desastre en términos cualitativos, al menos en sus primeros años de vida, pero generó un sanísimo movimiento de reivindicación de los autores por encima de las editoriales sin el cual no podríamos entender el actual panorama editorial USAmericano. Al césar, pues, lo que es del césar.

Lección de anatomía: portada del número 1 de "Prophet" dibujada por Rob Liefeld.

Dentro de esta desbandada de dibujantes-estrella que acabaría dando lugar a Image Comics siempre ha destacado la polémica figura de Rob Liefeld: para unos, el peor dibujante mejor pagado de todos los tiempos; para otros (vale, para ADLO), poco menos que un dios. Cuando Lifeld abandonó sus responsabilidades en Marvel Comics como guionista y dibujante de la cabecera “X-Force” y pudo por fin hacer lo que le diese la real gana en su propio sello editorial, se dedicó a crear una versión paramilitar de (por supuesto) “X-Force” llamada “Youngblood” en la que seguir haciendo exactamente lo mismo que hacía para la Marvel pero ganando mucha más pasta (por eso de minimizar los intermediarios y reducir al máximo el organigrama empresarial). En el segundo número de “Youngblood” hizo su aparición un personaje llamado John Prophet que resultaba ser un super-soldado de la II Guerra Mundial que había permanecido en un sueño criogénico durante décadas hasta que los protagonistas lo despertaban así como por casualidad (y tal). Sé lo que estáis pensando: cualquier parecido con algún conocido super-héroe de Marvel Comics es pura coincidencia. Por razones poco claras, el hipertrofiado Prophet contó en su momento con una serie regular a cargo del propio Liefeld que no superó los 11 números, y posteriormente con otra nueva aventura guionizada por Chuck Dixon que logró alcanzar los 8 episodios. Lo último que se supo de él fue un one-shot publicado en el año 2000. Valiente carrera para un personaje de papel.

Portada del número 23 de "Prophet" (número 3 del relanzamiento, en realidad) dibujada por Simon Roy.

¿Por qué os cuento esto ahora? Básicamente porque hace unas semanas se publicó en nuestro país, de la mano de Aleta Ediciones (los mismos que me alegran la vida con la traducción a la lengua de Cervantes del “Invencible” de Robert Kirkman), el primer volumen recopilatorio del relanzamiento de “Prophet” a cargo del guionista Brandon Graham y un equipo rotativo de personalísimos dibujantes. Y he aquí el hecho por el cual los dos primeros párrafos de esta entrada han sido los 3 minutos y medio peor invertidos de tu vida: más allá del nombre y de algunos ligerísimos rasgos en el diseño de su protagonista, el “Prophet” de Graham no tiene ABSOLUTAMENTE NADA que ver con la versión de Liefeld. Ja. Pringao.

Página de "Prophet" dibujada por Simon Roy.

Lo que el autor de “King City” nos plantea en esta renovada aproximación al personaje es una space opera con ecos de Edgar Rice Burroughs plagada de planetas desérticos y criaturas imposibles en la que un irreconocible John Prophet despierta de su letargo para, de alguna manera todavía por descubrir, “devolver a la vida al dormido Imperio Terrestre” (cito textualmente). Que la fauna y las localizaciones en que se enmarca la acción sean un homenaje constante al espíritu que impregnaba en los años 80 la revista francesa “Métal Hurlant” (con el impagable Moebius a la cabeza) y que sus diferentes ilustradores (Simon Roy, Farel Dalrymple, Giannis Milonogiannis y el propio Graham) sean artistas con una personalidad visual bien definida suponen el mayor atractivo de una serie sin aparente rumbo fijo, en la que es muy difícil saber qué demonios se nos quiere contar.

Página de "Prophet" dibujada por Farel Dalrymple.

Leyendo este nuevo “Prophet” tengo sensaciones muy parecidas a las que me generó en su momento el manga “Blame!” de Tsutomu Nihei. A saber: todo esto mola mucho, me entra por los ojos de maravilla y parece que algo realmente grande se está cociendo… pero no me entero de nada. Así que hasta cierto punto puedo entender la algarabía con la que otros bloggers están recibiendo esta colección; porque sí, hay cosas que celebrar en este “Prophet”, empezando por su frescura y su chorreo constante de conceptos fantásticos. Pero también soy consciente de que este cripticismo dramático es insostenible durante mucho más tiempo, y que si el próximo recopilatorio no me ofrece algo a lo que agarrarme (desde el punto de vista argumental), no dudaré en aparcar la colección indefinidamente a la espera de descubrir (por boca de otros) si al final Graham realmente tenía algo que contar o nos estaba tomando el pelo como tantos otros lo han intentado antes.

Doble página de "Prophet" dibujada por Brandon Graham.

Para guiones dudosos, dibujos bonitos y paisajes alienígenas ya tengo la colección monográfica dedicada a los trabajos del propio Moebius en “Métal Hurlant” que Norma Editorial está publicando ahora mismo, y de la cual me faltan un montón de títulos. Los sucedáneos, por atractivos que se presenten, van a tener que currárselo más si no quieren quedarse en la cuneta.

miércoles, abril 03, 2013

Madera y oro

Dickens no lo llamaba hype, pero en el fondo viene a ser lo mismo: las grandes expectativas son un arma de doble filo. Más aún cuando se depositan en el trabajo de un debutante.

Aparentemente salido de la nada hace un par de años, Woodkid llamó inmediatamente la atención del mundillo musical con un primer EP, “Iron”, cuyo tema titular acompañó a un spot publicitario del conocido videojuego “Assassin’s Creed: Revelations”. El single contó además con un espectacular videoclip dirigido por el propio músico que dio la vuelta al ciberespacio, generando las primeras (y justificadas) alabanzas. De ahí a descubrir que tras el seudónimo de Woodkid se encontraba el realizador publicitario y de videoclips Yoann Lemoine (ganador de múltiples premios en el Festival de Publicidad de Cannes por una ingeniosa campaña de prevención contra el SIDA titulada “Graffiti”) sólo había un clic de ratón.


Pese a la polvareda virtual levantada con este primer EP, Woodkid se tomó su tiempo, concretamente hasta mayo de 2012, antes de volver al asalto con un nuevo single, “Run Boy Run”, que certificaría no sólo sus habilidades como creador de hits, sino también la posesión de un imaginario audiovisual propio que unificaba su obra. La canción es magnífica, pero escuchada junto a las espectaculares imágenes en blanco y negro de su videoclip adquiere una dimensión épica sobrecogedora. Por consiguiente, cuando Woodkid anunció que su primer larga duración, “The Golden Age”, estaría en la calle a finales de año, muchos nos frotamos las patitas cual mosca de la fruta esperando la consagración definitiva de un artista multidisciplinar que prometía entrar en el mundo de la música por la puerta grande. Los retrasos en el calendario de publicación no hicieron sino recrudecer el hype, multiplicado por el lanzamiento de otro single (y otro vídeo) para enmarcar, “I love you”, y para cuando el disco finalmente aterrizó en las tiendas (y en los discos duros) de medio mundo, a mediados de marzo de este año, mis dientes ya arañaban el parquet del salón de casa.


Pero las expectativas, como decía, son un arma de doble filo. Y esperar poco menos que la segunda venida de Cristo del primer LP de un debutante es una asunción tan irracional como injusta. “The Golden Age” es un disco notable; uno que sin duda merece la pena escuchar. Pero también una travesía cuyas cumbres nos eran ya conocidas, y cuyos valles resultan a veces un paisaje más desértico de lo esperado. “The Golden Age” funciona mejor en pequeñas dosis, en temas como el titular (a la altura de los singles publicados con anterioridad) o los también espléndidos “Ghosts Lights” y “Conquest of Spaces”. Pero sus casi 50 minutos de épica y tamborrada acaban haciéndose algo repetitivos a medida que el tracklist avanza, acusándose la falta de recursos de Woodkid cuando sus composiciones vuelan más bajo y sólo el piloto automático de la grandilocuencia (coros, vientos, cuerdas y percusión a mansalva) puede encubrir la sencillez de canciones como “Stabat Mater” o la intrascendencia de interludios instrumentales que poco aportan al conjunto. La voz de Lemoine, de una tesitura similar a la de Antony Hegarty pero carente del amplio registro de aquél, es otro de los puntos de conflicto: competente y personal, sí, pero quizás insuficiente para cargar con el papel solista durante todo un LP.


A estas alturas, que en un álbum con 14 cortes encontremos 6 ó 7 realmente jugosos es casi una bendición, pero debo reconocer que esta vez las esperanzas desmedidas han jugado en contra de un disco que, habiendo llegado a mis oídos sin aviso previo, tal vez habría conseguido ganarme totalmente para su causa. De todos modos, esos mismos 6 ó 7 temazos son razón más que suficiente para dejarse conquistar por el Chico de Madera y su Edad Dorada.

Quién sabe: quizás su próximo disco sí sea la segunda venida de Cristo.